Yo siempre creí que el nombre se refería a algo mucho más poético, a una leyenda, o a algo así. Pensaba que lo de “la fuente de la edad” tenía que ver con alguien que rejuveneció bebiendo de sus agua, o con alguien que consiguió volver al pasado, o lo que pudo haber sido, después de mirarse en el espejo de aquel agua fría.
Pero no. Qué va. Antes de pensar esas cosas debí suponer que el nombre se lo habían puesto los del pueblo, y por ese pueblo cabrón no ha pasado un filósofo ni un poeta desde la muerte del rey Requiario, como poco.
Le llaman la fuente de la edad porque está tomar por saco. Sólo por eso.
El agua no es sólo buena; es magnífica. Eso hay que reconocerlo. Lo malo es que para llegar a la fuente hay que salir del pueblo, abandonar el camino después de recorrer un par de kilómetros y avanzar por un sendero mágico pegado a ladera que parece no terminar nunca. Y digo mágico porque, cuando crees que la cuesta se ha terminado y ya no puede subir más, un recodo la dirige hacia otra cresta, más pedregosa, más abrupta y más empinada que la anterior.
Después de hora y pico, y con la lengua fuera, ves correr un riachuelo entre las piedras, así que vas para allá como loco, te agachas y le das unos cuantos tragos, contento de que la fuente exista y no sea otra broma como la de los gamusinos o la cueva de los frailes.
Animado por el descubrimiento, sigues cuesta arriba y te encuentras unas cuantas vacas pastando en un prado. Saludas al pastor, y tras una curva te convences de que, definitivamente, el agua viene de arriba del todo, de entre las peñas de una cima, así que maldices, suspiras y vuelves a resoplar por el sendero.
Tres cuartos de hora más tarde, y echando los bofes, vuelves a escuchar el sonido cantarín del agua lanzándose desde una piedras, así que vas apara allá, te refrescas con otro par de tragos y miras con malignidad cainita a la roca que se panta en medio del sendero, echando de menos a un minero con sus barrenos para que venga a volarla.
Pero no hay mineros, ni barrenos, ni leches en vinagre, así que tiras para arriba el palo con el que te venías ayudando, y con un poco de habilidad consigues superar el pedrusco, de no más de un par de metros de altura, y seguir adelante. Fue buena idea lo de tirar para arriba el palo, porque por allí pasta un rebaño de ovejas y los perros no parecen muy contentos de verte.
Piensas que lo mejor es volver a casa, pero la cima ya no está lejos y aunque sólo sea por no darte por vencido tiras para arriba. Te encuentras otro par de obstáculos como el primero, vuelves a trepar, y esta vez, tras una escalada un poco más complicada que las demás, y otro par de tragos de agua, te encuentras un rebaño de cabras. Las puñeteras cabras llegan a todas partes.
Desde allí, despeñándose por una rica gigantesca, ves el origen de la fuente. Te gustaría que algún geólogo te explicara cómo puede ser que mane el agua allí arriba, peor ya te da igual. Tiras el palo, y arriesgando una fractura de cualquier cosa, subes a lo alto del peñasco y te hinchas a beber agua allí arriba. Aquella es la puñetera fuente de la edad, y aunque tuviese azufre te sabría a gloria aquel agua, con el trabajo que te ha dado llegar.
Después de disfrutar un rato del paisaje, bajas arañándote por todas partes y ya de la que estás allí, para hacerte el machote y para que haya testigos de tu hazaña, te acerca al pastor de las cabras y le preguntas por qué le llaman la fuente de la edad a aquella fuente.
Y el pastor, tan cojonudo, te dice que se llama así porque es como la vida misma: el que bebe abajo del todo se bebe las meadas de las vacas, las cabras y las ovejas. Si subes un poco más, porque aún puedes y tienes fuerzas, ya no te bebes las meadas de las vacas. Si subes la primera peña, te libras también de las de las ovejas, y si subes arriba del todo, ya no te mean ni las cabras.
Parece ser que lo que me faltó a mí fue echarme una meada allí arriba, paras las ovejas, las cabras, las vacas, y los que están tan cómodos en su casa, allá en el pueblo. Es la tradición, por lo que dicen.
Sabiduría rural. Hay que joderse.
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A mi maestro y amigo Luis Mateo Diez.