Sobre una colina verde aún se mantiene la iglesia, diminuta y recogida, con la niebla en los cimientos, recordando que hasta no hace mucho nadie iba por la aldea y sólo se acercaban a su puerta los pescadores de siempre. El puñado de casas negras y retorcidas que antes se desperdigaban por la ladera, como si se le hubiesen caído del bolsillo a un coloso negligente, han sido sustituidas casi todas por chalés adosados, pareados, amorcillados incluso en largas ristras clónicas bautizadas con nombre pomposos, como los segundones de reyes en el exilio.
Son otros tiempos. Son años de caras nuevas, de vehículos ruidosos y lenguas incomprensibles que susurran o gritan en las playas cercanas, donde nadie marisquea ya otra cosa que no sea sol y diversión.
Es otro tiempo, casi otro mundo de tanto como ha cambiado todo, pero en cualquier época quedan siempre vestigios de los años anteriores, arrastrados por la marea de la historia en busca de la roca que los haga encallar al fin, a la espera de la gaviota o el cubo de la basura.
Valentina no entiende de calendarios. Le da igual. Contar y medir el tiempo sólo tiene sentido para los que esperan algo.
En otoño no hay casi nadie en el pueblo, y menos aún colina arriba, donde la iglesia se esconde entre los árboles, y las cruces del cementerio, y el vaho de la niebla, que convierte el mundo todo en un naufragio donde aletean las personas como peces curioseando entre los restos de los veranos hundidos.
Valentina saca del bolsillo la enorme llave y forcejea con los chirridos de la cerradura hasta que finalmente la vence y puede empujar la puerta con un suspiro de triunfo. Aunque parezca imposible, hace más frío dentro que fuera, y una leve corriente de aire la recibe desde el templo.
Sólo un par de velas estiran las sombras hasta romperlas sobre los arcos. Algunas tardes Valentina enciende la luz, pero hoy no. Hoy prefiere caminar a oscuras entre las siluetas, las miradas de los santos y el tiritar de los muertos enterrados bajo el altar.
Valentina se arrodilla lentamente sobre el suelo de la iglesia. Cuando su piel reseca y astillada toca las fatigadas tablas se oye un crujido, pero es imposible determinar si ha procede de sus articulaciones o de la madera, cansadas por igual. Seguramente fue la madera, porque una queja es algo impensable en Valentina. Hace tiempo que no reza, pero desde esa posición es desde donde mejor se ven las imágenes. Para verlas de rodillas las hicieron los escultores, y el que no se humilla cree haberlas visto pero se engaña. No hace falta ser piadoso, sino tan sólo sentir un poco de curiosidad por lo que quiso expresar el artista. ¿Quién iba a esculpir un cristo pensando que alguien lo miraría cara a cara?
Valentina se arrodilla y busca con la mirada la corona de espinas, un círculo trenzado que es el que mejor le ayuda a repasar sus recuerdos. Va a la iglesia a recordar a Antonio, porque sólo allí puede desprenderse de la corrosiva violencia que ha ido limando la imagen de su rostro en la memoria.
Allí se casaron. Fue en aquella misma iglesia, ante un sacerdote que murió hace tiempo y con dos monaguillos revestidos que luego se convirtieron en obreros de la construcción en Alemania, o en Suiza, o vete a saber.
Antes de la boda Antonio la llevaba en barco, en un barco de faena, después de suplicarle el permiso al patrón, que no quería mujeres a bordo de un pesquero. Ella se ganaba el permiso callando y limpiando peces, hasta que al llegar la noche podía estar media hora sentada en la cubierta, viendo la luna reflejarse sobre el mar, como un pan que descendiera desde el cielo a mojar aquel aceite.
Allí abrazada a Antonio, compartiendo su cansancio de todo el día, se sentía más su esposa de lo que nunca lo fue luego. El cristo, el cura, los monaguillos y todo el pueblo de testigo no pudieron casarlos tanto como el trabajo y las olas. Bien sabe Dios donde hacer valer sus sacramentos.
Valentina comienza a fregar el suelo. No va a fregar ni por devoción ni por necesidad. Va a fregar por no estar sola en casa. Va a fregar por poder entrar en la iglesia vacía y cerrar por dentro. Va a fregar porque le da la gana.
La pesca daba poco. Otros muchos se fueron en busca de mejor fortuna y algunos volvieron ricos. La pesca daba poco y protestar equivalía a pasar hambre.
Antonio se fue una tarde en un barco engalanado, con otros muchos, cientos quizás, de hombres como él, apiñados en la cubierta para despedirse de los suyos. Campesinos, vaqueros, porquerizos, pescadores. Todos los que se atrevieron. ¿Qué destino espera a una tierra donde sólo se quedan los que no se atreven a marcharse? El que tenía una ilusión, o una esperanza, o una idea en la cabeza, compuso su maleta de cartón con una camisa y dos mudas y se marchó. La emigración es a veces como la guerra: se van los sanos y quedan los inútiles, los lisiados físicos, o morales, para transmitir, como supervivientes eternos, su tara o su cobardía a la descendencia. Y así se agosta la tierra, y se pudren las redes, y se marchitan los vientres como se marchitó el suyo.
Antonio se fue en aquel barco y no volvió.
Nadie habló de naufragios. No se ahogó, como otros muchos, en aquella costa que llamaban de la muerte, convirtiéndola en una más de las mujeres que lloraban bajo los negros pañuelos. No hubo misas ni funerales. Lágrimas sí hubo, pero a solas. Lágrimas de silencio por las cartas que no llegaban; por las miradas huidizas de quienes ocultaban un secreto o una noticia imposible de contar.
Se fue desde Vigo a la Argentina, y jamás se supo de él. Valentina estaba sola: era la viuda de un vivo. Su padre tenía algo de hacienda y sus hermanos nunca permitieron que le faltase de nada; fue tía de diez sobrinos y a los diez los crió como una madre. Fue madrina de tres bodas, y amortajo seis entierros. Lo único que no fue, es lo que quiso de veras: mujer de Antonio y madre de sus hijos.
Antonio, con la luna, con el mar, y con sus brazos cansados y morenos, se fue a la Argentina a hacer fortuna, y nadie supo si lo mataron los gauchos de la pampa, murió de unas fiebres por el camino o se enredó en otras faldas. Otros que fueron con él, volvieron pero no hablaron. Alfonso, el de Muxía, apretó un día los dientes y a la salida de misa le puso una mano sobre el hombro y le dijo “tú mujer, haz tu vida y no mires lo que digan.”
Quiso intentarlo, pero no se atrevió, traspasada por una especie de temor supersticioso: si los hombres que regresan de la muerte causan el terror entre las gentes, ¿que no causarán los vivos?, ¿quién se enfrentará a un fantasma con hambre atrasada de besos?
Para quitar ese miedo iba también a la iglesia, a mirar los santos. A mirarlos casi a oscuras.
Para fregar bien los suelos.
Para escurrir la esponja, arrojarla sobre el agua negra del balde y ver de nuevo el mar y la luna.
Los suyos.
Los que le quedaron.