Clara lleva seis años haciendo la misma ruta. Ahora tiene veintisiete, y sigue decidida a abrir un surco con sus pasos sobre las losas de la acera, sobre el pavimento del hospital. Como las hormigas en el polvo del verano.
Se mira en el espejo y observa que empiezan a aparecer las primeras canas, las primeras arrugas, consecuencia de los horas en vela, de las preocupaciones, de las cobardías sólo contenidas en el último momento. Se mira y sabe que es ella, pero no se reconoce: aún cree que su verdadero rostro es el otro, el de la mujer risueña.
Coge a Alberto de la mano sabiendo que él no lo nota. Lleva seis años en coma, seis años enteros con sus días y sus noches, seis años qué el no ha percibido y ella a ha tenido que contar hora tras hora, hambre tras hambre, pena tras pena.
Era mejor al principio, cuando la zozobra de la duda alejaba la desesperanza, cuando los médicos dudaban aún si podían salvarle la vida. Al final se estabilizó. Se estabilizó demasiado, y Clara recorre los pasillos del hospital sin ir a ninguna parte, las calles sin ir más allá de su casa y del trabajo, su propia casa, su propia cama, sin alejarse más allá de un compás de espera que no afecta a los relojes, porque la vida pasa. Pasa la vida, y pasan las oportunidades, y las esperanzas van cediendo como vigas de madera en una casa agobiada de olor a cerrado, de humedad y de carcoma.
Pasan y pesan sobre todo pesan los años, la vida, los pasos perdidos, los días perdidos, las llamadas perdidas, los regresos a casa en soledad, sobre todo los regresos. Pesan las lágrimas malgastadas en un encierro junto al fantasma de un hombre vivo. ¡Qué tristes son los fantasmas de los vivos!
Y Clara sigue caminando habitación arriba y abajo, afantasmándose ella, escuchando en su cabeza un chirrido de cadenas espectrales: las de su propia juventud, vaporizada, la de su carne fresca, malgastada entre olores de formol, lejía y desinfectante. No le extrañaría ya encontrarse una noche ante el espectro de sí misma, ante el fantasma de los hijos que no ha tenido, ante sus propias mejillas frescas, hoy dolientes, ante un estantigua con su mismo rostro y otro destino. No le extrañaría encontrarse con su propia existencia plena, la que vive en otra parte, la que ríe en otra parte, la que tienen una vida y no una espera.
Vuelve a mirarse y se contempla. ¡Qué tristes son los fantasmas de los vivos!
Es un hora de un exorcismo.