Un hombre sentado en un banco bajo la lluvia mira su reloj y espera. Tiene unos cincuenta años y va vestido de oscuro, con un traje a la vez anticuado y flamante.
De cuando en cuando alza la vista hacia una ventana iluminada en el edificio de enfrente. Es un edificio antiguo, de tres plantas, habitado seguramente por dos o tres ancianos que extenúan un alquiler rancio, uno de esos alquileres que disuaden al propietario de las mejoras y al inquilino de la mudanzas. Es un edificio demasiado elegante para la zona de la ciudad que ocupa, para el tugurio cervecero que se ha instalado en los bajos, para el ruido del tráfico que soporta. Es un residuo de otra ciudad más pequeña y sosegada, engullida por el hormigón y los cristales de la modernidad.
Son las siete y cuarto de la tarde y nuestro hombre aguarda desde hace veinte minutos bajo la lluvia, que ni crece para chaparrón ni acaba de escampar del todo. Pensó primero resguardarse en un bar, pero el agua le da igual. No quiere ver a nadie y en los bares hay que cumplir con el ritual cívico del saludo, las cuatro palabras al camarero y el continuo parloteo de los demás. El que diseñó al ser humano tuvo una gran idea al ponerle párpados para poder cerrar los ojos, pero se olvidó de un dispositivo similar para los oídos. Nuestro hombre no quiere ver ni oír a nadie: por eso no se ha refugiado en un café ni en ninguna parte. Por eso sigue bajo la lluvia. El agua es lo de menos.
De hecho, sólo gracias a la lluvia ha conseguido mantener la tranquilidad, no tirarse de los pelos o darse de cabezazos contra una farola. Para él la lluvia es un sedante que limpia por igual el sudor de la frente y los desasosiegos del alma. La lluvia es la única clase de ducha capaz de alcanzar los más resguardados rincones del ánimo. Le gustaría que de una maldita vez se pusiera a llover a cántaros, para que encogiera aquel traje que había pasado veinte años en un ropero sin salir más que media docena de contadas ocasiones. Le gustaría que lloviera meses y años seguidos, sin parar, como en aquella novela de García Márquez en la que todos se llamaban igual y la gente ascendía a los cielos sin necesidad de morirse. Ojalá lloviese como en Macondo; sí, así se llamaba el pueblo de la novela, y los personajes eran todos Auerlinos, Úrsulas y Amarantas, porque todos era en el mismo. Igual que en la vida real: todos somos el mismo, con diferencias que nos parecen sustanciales porque no somos capaces de alejarnos lo bastante. Muchos años después, frente el pelotón de fusilamiento, el profesor Leandro Martínez había de recordar aquella tarde en que se puso a pensar estupideces bajo la lluvia porque no se atrevía a pensar en otra cosa. Ese era él, y seguro que ni para pelotón de fusilamiento daba su vida, como no llegase el día que fusilasen a los aburridos.
El profesor vuelve a mirar el reloj y ensaya una mueca irónica, dirigida más a sí mismo que a la luz de la ventana. Se levanta un instante y llama al portero automático. No responde nadie y vuelve al banco con una sonrisa, la primera del día, la primera de mucho tiempo, pensando que no es mala cosa tentar de vez en cuando a lo imposible. Es perfectamente cabal creer en los imposible: lo que es de locos es creer en lo improbable.
Pasan los minutos, lentamente, bombardeando con su goteo cada enclave de la memoria, incluso los más inaccesibles, como el barro de los charcos que pisaba en la infancia o el acné juvenil del rostro de Consuelo. Son tan livianos esos retazos que se van igual que vienen, sin ancla que los fije ni huella que los delate. Después de mirar de nuevo el reloj y comprobar que la aguja no ha avanzado más que un par de minutos, el profesor se ha quedado mirando a una monda de pistacho en el suelo, contando el número de gotas que la alcanzan. Esa monda de pistacho, en medio de un campo de futbol, tendría una probabilidad ínfima de recibir una gota de lluvia si sólo cayera una gota, pero dejad que llueva media hora y veréis como la probabilidad aumenta hasta convertirse en casi absoluta certeza. Cada gota tiene la misma ínfima probabilidad de caer sobre el pistacho, pero la sucesión de gotas convierte un suceso cercano a lo imposible en un suceso casi seguro. Eso es lo que ocurre cuando el caso discreto se convierte en continuo, lo mismo que en el famoso problema de la moneda que se lanza al aire mil veces: cada vez que se lanza tiene las mismas posibilidades de caer del lado de la cara como del de la cruz, y sin embargo, si han salido trescientas caras seguidas, la función de distribución indica que se debe apostar sin dudarlo a que la siguiente será cruz. Se ha equivocado ya doscientas noventa y nueve veces, pero la función insiste. Insiste porque sabe que tiene razón y que, al final, se saldrá con la suya si la moneda se lanza el suficiente número de veces.
Eso es lo que enseña a sus alumnos. Y eso, también, es lo que ha pasado con su vida. Eso mismo. Al final, la suerte y la probabilidad es sólo cuestión del ritmo al que se repiten los sucesos. Nada más. Un suceso imposible se convierte en probable cuando la repetición de ensayos es lo bastante abultada. Pero luego hay algo más que no explica en clase pero que lleva algún tiempo rondándole la cabeza: en los ensayos fracasados, en las gotas que no caen sobre la monda de pistacho, habría que diferenciar las que fallan por un milímetro de las que fallan por un metro, o por dos kilómetros. Algo hay, aunque no lo describa ninguna fórmula, que diferencia al soldado que se libró de la muerte por un milímetro del que solamente oyó pasar las balas a cinco metros. Es posible que el que tuvo la bala más cerca tenga menos posibilidades de ser alcanzado por la siguiente que el que ni siquiera la oyó cerca; igual que con las monedas: una cara necesita de una cruz para dejar la función igualada; una disparo cerca necesita de uno lejano para que el sistema se mantenga.
Nuestro hombre vuelve a sonreír: ni en un día así puede dejar de ser profesor de estadística.
Lo malo es que uno nunca puede dejar de ser lo que es. Puede fingirlo, como mucho, o aparejarse una careta, pero las metamorfosis auténticas son más improbables.
De pronto empezó a llover un poco más fuerte, pero el hombre ni se dio cuenta: estaba demasiado ocupado contando los impactos sobre la monda de pistacho. Tenía que concentrar en esa tarea toda su atención para que su mente no se desviase hacia donde no debía. Tenía que seguir ese hilo como si le fuese la vida en ello.
Estadística y probabilidad. ¿Puede ser la probabilidad una forma de matar? O, al contrario, si no hay más arma que esa, ¿se trata sólo de un accidente? Podría ser. ¿Qué ocurre si se le da a alguien un medicamento, un medicamento totalmente inofensivo, y el paciente resulta ser alérgico?, ¿qué pasaría si un médico loco se dedicara a administrar ese medicamento inofensivo a todos los pacientes de un hospital a sabiendas de que, por término medio, un cero coma dos por ciento de los pacientes son alérgicos? Sería el crimen perfecto.
Eso fue. Un crimen perfecto. Eso mismo: una maldita casualidad criminal en la que nadie podía haber pensado.
El hombre da una patada a la monda de pistacho y la ve colarse por la única rendija despejada de una alcantarilla próxima. Otro hecho improbable, y sin embargo cierto.
Pasan otros cinco minutos. La lluvia arrecia. El hombre saca un pañuelo del bolsillo de la americana y se seca la cara con gesto fatigado, como si acabara de realizar un gran esfuerzo y fuera sudor en vez de lluvia lo que estuviera enjugándose.
De entre el barullo del tráfico emerge una furgoneta blanca y el hombre se levanta para hacerle señas con los brazos.
Es el cerrajero, que por fin aparece. Mucho servicio veinticuatro horas y mucho asegurar que están siempre disponibles, para luego tardar tres cuartos de hora cuando se los llama un domingo.
Los demás inquilinos del inmueble, ancianos todos, están pasando las vacaciones con los hijos, así que no hay nadie en el edificio. La cerradura del portal logra resistir dos minutos justos a la pericia del operario. La de la puerta de la vivienda aguanta un poco más, pero no mucho: sólo es el pestillo lo que hay que vencer porque el pasador no está corrido.
Nuestro hombre paga al cerrajero, se quita el abrigo y lo deja en la percha. Acto seguido recoge el llavero en el gancho del recibidor y se lo mete en el bolsillo, echando por primera vez de menos a Consuelo en aquella casa vacía.
Ella era la que estaba siempre en casa y ella la que llevaba las llaves cuando salían juntos. ¿Cómo no iba a olvidarse él de las llaves la tarde de su entierro?