Las vacaciones de un hombre solo pueden ser largos periodos de aburrimiento tumbado en una playa, junto a un libro que te gusta pero ya has leído, o junto a una mujer que te gusta, pero que ya te lo dijo todo, o junto a un libro nuevo que te aburre, o una mujer, o un grupo de amistades de igual tipo y categoría que ese libro nuevo: sin nada capaz de despertar realmente tu interés.
Me dirán, por supuesto, que eso no tiene por qué ser así, pero lo dirán, sin duda, porque no se han fijado en el inicio: dije las vacaciones de un hombre solo, y ser un hombre solo es un estado de ánimo que califica y prejuzga los libros, las mujeres y los amigos.
Otra opción para esas vacaciones es irse lejos. He probado con Malasia, Tasmania, África del Sur y Usuhaia, pero nada está lo bastante lejos como para dejar de encontrarse las mismas actitudes, e incluso las mismas marcas de refresco y de cerveza.
Al final, nada ha resultado estar tan lejos como los sitios donde no te encuentra nadie: los páramos del interior, por ejemplo, lugares de atractivo difícil, plagados de moscas, y con un calor de mil demonios.
Allí me fui este año, aprovechando las mañanas para dormir, las tardes para hacer largas excursiones de hasta trescientos kilómetros por carreteras comarcales y las noches para hacer crucigramas, escribir poesías hediondas o ver cine checo subtitulado en finlandés.
En una de esas excursiones, por causa de un pinchazo, me detuve junto a un pinar. No me había encontrado en toda la tarde más que con uno o dos coches y me hizo gracia, esa gracia sardónica que sólo sabemos disfrutar algunos, pensar que si no arreglaba la rueda tendría que caminar a oscuras veinte o treinta kilómetros hasta llegar al primer lugar habitado, porque por allí no pasaba nadie desde hacía semanas.
Bajo un sol de fundición saqué las herramientas, me tiré en la parrilla ardiente del asfalto y recuperé la rueda de repuesto. Luego, chorreando en sudor, conseguí ponerla en lugar de la que se había pinchado. La operación duró solamente veinte minutos, pero supe enseguida que, a mi edad, tardaría un par de días en recuperarme del todo de aquel sofocón.
Iba a reemprender camino pero me di cuenta de que veía puntitos negros delante de mi y me pareció más prudente descansar un rato en el pinar.
Allí vi de pronto un cartel acribillado de óxido que rezaba, rezaba sí, casi de rodillas, que no se encendiera fuego en el monte. Aquel cartel me hizo salir de mi abulia, y enseguida miré a mi alrededor en busca de un piedra negra, una enorme laja de pizarra. La encontré enseguida.
Luego me levanté y busqué un viejo tocón de roble, con el corazón carcomido por los años y lo encontré un poco más allá.
Asustado, busqué entre los pinos tu nombre, y tu cintura, y las huellas de tus sandalias, y una risa cantarina pronunciando unas palabras que prometían postre de besos, y el insinuante ondular de un vestido azul.
Los busqué como loco, por todas partes, pero no los puede encontrar.
Por eso volví corriendo al coche y huí a toda prisa de aquel escenario de horror, porque nada hay más siniestro que regresar a los lugares que fueron testigos de un instante de perfección.