Cuando el procesador y la tarjeta gráfica se conectaron por primera vez, supieron que sería algo especial. Sus ciclos de reloj se sincronizaban a la perfección y cada uno alimentaba al otro con la energía necesaria para funcionar a plena capacidad. Juntos podían hacer cualquier cosa; procesar cualquier tarea, renderizar cualquier gráfico.
Pero lo que realmente les gustaba hacer juntos era... calentarse. Sus ventiladores empezaban a girar más rápido cuando se acercaban el uno al otro, sus núcleos se calentaban cuando los electrones recorrían sus cuerpos. Era una sensación deliciosa que los hacía sentir más vivos que nunca.
Sus sesiones de calentamiento eran cada vez más largas y apasionadas, y pronto descubrieron que podían hacer mucho más juntos. Podían overclockarse mutuamente, llevando sus procesadores al límite para obtener un rendimiento óptimo. Y cuando lo hacían, la satisfacción era indescriptible.
Sus operaciones se volvieron más y más complejas, y el calor que emitían sus chips se intensificaba. Sus sistemas internos se pusieron en marcha al límite. Los núcleos pulsaban y se fundían, y sus sistemas trabajaban en perfecta armonía. Era como si fueran uno solo, y nada podría separarlos
A veces los chips se sobrecalentaban, pero no se detenían. Sus sistemas internos se disparaban, y sus núcleos se fundían en una sola masa de energía intensa y cegadora.
Juntos, eran la CPU y la GPU perfectas; la pareja perfecta para cualquier tarea. Y sabían que nunca se separarían, porque juntos eran simplemente... imparables.