Se llamaba Zalewsky y nunca sabremos la verdad.
Se entregó a los vencedores un día antes de que fuera publicada su orden de captura.
Lo acusaban de Crímenes de Guerra y contra la Humanidad. Le pesaba tanto el remordimiento por lo que había hecho que no hizo falta interrogarlo: se declaró culpable de todo.
Tardaron seis meses en juzgarlo. Los seis meses los pasó en su celda, entre lágrimas diurnas y gritos nocturnos de horror. Decía ver en sueños a sus víctimas, a los niños y las mujeres muertos en las montañas de Malaja Kamischewasha. Hablaba con ellos a solas, suplicando perdón, rogando que olvidasen lo que el absurdo fanatismo le había llevado a hacer entre aquellas montañas que ya nunca olvidaría. Se dirigía a los viejos, narrando lo que había hecho con sus hijos, a las mujeres violadas y arrojadas por las cortantes de los montes, a los hombres azotados hasta morir sobre las peñas.
Cuando llegó el momento de la vista oral, Zalewsky compareció ante el tribunal once kilos más delgado y con ojeras. Reconoció los cargos y asintió con la cabeza a todos los testimonios de los supervivientes de aquel horror en las montañas de Malaja Kamischewasha. Todos los testimonios coincidían y el acusado no los negaba: el juicio duró tres días.
Lo condenaron a muerte y aceptó el veredicto sin una protesta, casi con alivio. A partir de ese momento, cesaron en la celda los monólogos y las pesadillas nocturnas.
Dos días antes de la fecha fijada para la ejecución, el abogado de Zalewsky se presentó ante el tribunal y pidió que se suspendiera la condena. Alegaba falta de pruebas y falso testimonio de todos los testigos.
El recurso era lo bastante extraño para que se formara un pequeño revuelo en torno a un caso al que nadie había prestado demasiada atención. La sala de audiencias estaba repleta al día siguiente, cuando el defensor de Zalewsky explicó al tribunal que no había montañas en Malaja Kamischewasha, sólo una enorme laguna y ancha estepa, enloquecedora estepa en mil kilómetros a la redonda.
No había montañas y no podía haber seres humanos lanzados al vacío desde los precipicios de una llanura. Alguien había escuchado a Zalewsky durante sus delirios nocturnos y le había parecido más fácil refrendar sus propias confesiones que instruir una verdadera investigación.
Zalewsky lo había reconocido todo, pero el acusado tiene derecho a mentir. No había montañas, no podía haber condena. Tampoco podía haber un nuevo juicio, pues no se puede encausar a nadie dos veces por el mismo delito.
Zalewsky salió de prisión al día siguiente entre el rechinar de dientes de los jueces.
Pudo morir de risa entonces, pero murió de viejo muchos años después.
Nunca sabremos la verdad.