Los talleres para coches son el último bastión de resistencia contra la moda del brillo permanente, el dependiente repeinado y los mares de plástico.
Este taller en concreto se anuncia con un cartel carcomido en el que se adivina la palabra GARAJE, un letrero mugriento que no se limpia más que cuando llueve, y ni el monzón indochino arrancaría completamente la porquería añeja que lo cubre. O quizás ya estaba hecho un asco cuando lo pusieron, porque consideraron necesaria la suciedad para dar a entender que tenían muchos años de experiencia e inducir confianza a los clientes; cada negocio tiene su propio marketing, así que también eso es posible, o lo era cuando el taller abrió sus puertas a mediados de los setenta.
El dueño del garaje es un hombre que va para viejo. Como todos. De tantos años que lleva lidiando con motores que no responden y con aceite quemado, las manchas negras de sus uñas seguramente serán ya hereditarias y se transmitirán a sus hijos.
Tiene cara de mal humor, pero no le ha sucedido nada importante. Nada distinto, al menos. Pasarse el día desconfiando de todas las piezas y todos los fabricantes acaba por estropear el carácter. Lo único que le hace sonreír, aunque sólo con los ojos y casi nunca con el resto de su rostro, es su vieja pasión secreta: la chica del calendario de 1981. La tiene pegada en el cristal del despacho y la mira de vez en cuando, como para pedirle consejo o simplemente para tomarse un respiro.
No tiene nada de particular: es una de esas fotos que se eternizan en miles de talleres y en miles de camiones, como santas patronas del tráfico rodado. Esta mujer no es una famosa de postín, pero sí un sucedáneo bastante aceptable. Sucedáneo de la fama, que en cuanto a lo demás no tiene nada que envidiar a las otras: rubia de pelo largo y liso, pechos marca Montgolfier, suaves pezones rosados, pubis depilado también rubio, labios entreabiertos y húmedos... Todo muy entreabierto y muy húmedo.
El dueño del garaje la mira por millonésima vez recordando con gusto el último autoservicio a su costa. Pero como siempre les pasa a los pobres, le saca de su momento de gloria la puñetera realidad, esta vez bajo el aspecto de un coche pequeño y viejo que se recorta en el contraluz de la puerta.
El coche puede tener veinte años. La dueña pasa de los cuarenta. Es una maruja entrada en carnes que parece arrastrar tres contenedores de cansancio. Las bolsas oscuras bajo de los ojos hablan de noches en vela y mares de lágrimas. Las rojeces de las manos pronuncian ciclos enteros de conferencias sobre estropajos y lejías. Las arrugas alrededor de la boca recuerdan sonrisas caducadas.
Sin embargo, los pasos seguros de los zapatos recios y el aplomo con que se mueve dentro del garaje dicen de ella que no tiene miedo de saber menos que un hombre en materia de correas de transmisión o aceites lubricantes.
El mecánico la mira y hace un gesto, pidiéndole que espere. No está muy ocupado, pero eso no se puede dar nunca a entender a un cliente. La mujer aguarda tranquila a que él se acerque a atenderla. Después de un par de minutos, el mecánico se limpia las manos, o se las embadurna aún más en un paño de color indefinido, y se dirige hacia ella con cara de pocos amigos, como si atender a la clientela fuese la peor de todas sus fatigosas obligaciones.
La mujer le explica que el freno de mano se ha soltado y que, ya de paso, quiere que le revisen los niveles de aceite y las pastillas de freno. Mientras deja las llaves en la mano ennegrecida del mecánico, recorre con la mirada el local sucio y oscuro.
Y también ella se queda mirando un instante al calendario. La joven desnuda y arrogante del año ochenta y uno la mira a través de una pestañas empastadas de rímel y de una capa de grasa de motor asmático. La mano de la mujer, con las llaves colgando, queda a medio camino, y una palabra que no llega a pronunciar se apaga en sus labios.
Es sólo un momento. En seguida recupera la compostura, acaba su frase, entrega el llavero y acuerda cita para la vuelta. Dos días, como mucho, pero llame mañana por la tarde, a última hora, a ver si lo tenemos listo.
El mecánico vuelve lo ojos de nuevo hacia la foto, ahora que ha conseguido deshacerse de la molestia. La clienta se sabe ignorada, pero no le importa y se gira para salir del taller.
Una inspiración profunda y unos pasos seguros. Vuelve la cabeza una vez más para fijar en su retina la imagen de esa mujer hermosa pese a su vulgaridad. Luego endereza los hombros y con una expresión distinta, que por un momento borra las arrugas y las cicatrices de su rostro, sale a la calle.
También ella va siempre a ese taller por ver a la chica del calendario. Para asegurarse de que no la han cambiado por otra.
El día que la quiten, cambiará de taller.