Hay cartas que parecen naipes, reyes borrachos, caballos desbocados, coperos que en vez de pajes son putas en el dicho popular. Hay cartas que se quieren naipes de algún tarot de Marsella poblado de jinetes descarnados, nigromantes, esqueletos y donceles boca abajo que se contonean ante nuestra angustia con la desvergüenza de quien augura un futuro ya concluso, terminado, pluscuamperfecto por de más. Hay cartas que se obligan naipes, por más que lleven matasellos de Pamplona y las reciba uno en Estambul.
Hay cartas de las que no puedes darte mus y pedir que se repartan de nuevo, que equivoquen el buzón, que se pierdan, se extravíen, se devuelvan a su origen por falta de franqueo o de código postal. Las recibes y te aguantas. Las desdoblas, las relees, las arrugas, las alisas, las conservas en un libro de cualquier desasosiego sin Pessoa que le ladre, de derrotas, de retratos que se ríen de Oscar Wilde.
Hay cartas que te hacen perder pie. Tomas aire y comienzas de nuevo. Con otra sangre. Con otro ritmo.
Era un sobre blanco, ribeteado en azul y rojo, y llevaba ya tres días esperando en el buzón, como casi todo lo que me llega. No tengo costumbre de recoger diariamente el correo: desde que vivo en el extranjero he comprobado que los que tienen algo verdaderamente importante que contarme me llaman por teléfono. Si el asunto no vale los cinco euros que cuesta la llamada es que puede esperar. Y si es alguien del país, entonces puede esperar en todo caso, cualquiera que sea el motivo por el que me escriba. En Turquía, hasta la declaración de impuestos puede esperar una semana o dos sin problemas.
Pero aquella no era una carta de publicidad, ni una invitación a votar por correo en unas elecciones autonómicas que maldito lo que me importaban; era una carta personal y mi nombre figuraba tan claramente escrito en el anverso que no pude suponer que me hallaba ante un error, y menos aún en Estambul, donde no abundan los García, por raro que parezca. El remite, sin embargo, era todo interrogantes y desafíos a la memoria entre sospechas carcomidas de dolor burbujeante.
Me escribía una tal Susana López Melgar, y yo no conocía a nadie que respondiera a ese nombre. Sin embargo, me sonaba. La idea que se me pasó de pronto por la cabeza me impulsó a abrir de inmediato el sobre y leer su contenido bajo la lluvia, al amparo de los aleros, camino de la oficina de Iberia donde suplantaba al consulado, un día sí y otro también, resolviendo los pequeños problemas que les surgían en la ciudad a los turistas españoles.
Esto decía la carta:
“Querido Antonio:
Me ha costado mucho encontrar tu dirección porque mi madre no me la quiso dar. Me parezco mucho a ella, así que hago siempre lo que quiero y al final te he encontrado.
Voy a estar una semana en Estambul y como me han hablado tanto de ti, sobre todo los que no debían hacerlo, quiero aprovechar la ocasión para conocerte y poder opinar por mí misma. De paso, si no estás muy ocupado y no te molesta esta especie de atraco, podrías enseñarme la ciudad de veras y así no tendré que ir a todas partes con el resto del rebaño.
Si te parece buena idea, vete a recogerme el jueves al aeropuerto. Llego a las once y media. Si también tú crees que estoy loca, archiva esta carta en la P de papelera y perdona que te haya incordiado.
Un beso.
Susana
P.D: procuraré vestir de rojo para que me reconozcas.”
Cuando acabé de leer tuve que apoyarme contra el escaparate de una ferretería. Era la hija: por eso no había reconocido el nombre. Era la hija, su hija, ¡maldita sea!
Eché un vistazo al reloj y comprobé que aún faltaban dos horas para que llegase. Llamé al trabajo y les dije que me encontraba mal esa mañana. Quise inventar un pretexto, una mentira cualquiera, pero no lo conseguí: me encontraba fatal; nunca había dicho nada tan cierto. Luego cogí el coche y me lancé al cotidiano intento de suicidio del tráfico turco.
Después de tantos años, más de veinte, volvía a saber de Pilar. Pero no era Pilar: era su hija. Sólo con pensar en encontrarme ante un vestigio de su rostro, ante un mínimo indicio de su mirada, me temblaban las manos sobre el volante. Pilar se llamaba ahora Susana y venía a verme, desde el pasado, a lomos de una carta descarada, de una broma adolescente.
Con todo el esfuerzo que me había costado no pensar en ella, me sentía como el preso que se despierta en su celda después de soñar que ha huido: el olvido, tanto tiempo atesorado, rodaba roto a mis pies. No soy muy aficionado a ideas poéticas, pero en aquellos momentos me imaginé cómo se sentiría el entomólogo que se encontrase un día con que todas las mariposas de su colección escapaban de los alfileres para arrojarse volando sobre su rostro; así me sentía yo: en medio de un gran prodigio, de un gran aquelarre, de un burla caducada que se volvía contra mí.
Tenía que aprender en dos horas a enfrentarme a mi peor fracaso, a la razón por la que había preferido irme lejos, aceptar un traslado a la otra esquina del mundo y empezar una vida, cualquier vida, sin pretensiones de llamarle nueva. Las vidas nuevas no existen, seamos serios: como mucho puedes lijar el óxido de la de siempre y darle una capa de pintura para que no te acabe de machacar la siguiente intemperie, pero eso es todo.
Y la costra protectora que había conseguido formar en aquellos años no iba a bastar. Me daba cuenta y me temblaban las piernas sólo de pensarlo.
Tenía dos horas para acostumbrarme a la idea de que Pilar seguía existiendo en alguna parte, y que durante aquellas dos décadas había hecho algo distinto de mecerse en un limbo apático, como había flotado yo. Había tenido una hija. Le había cambiado los pañales y la había llevado a vacunar, le había ayudado a hacer los deberes del colegio, y había hablado con ella cuando se hizo una mujer, y puede que incluso hubiese llorado alguna vez con ella. Pilar había estado ocupada en algo más que recordar, y allí, en aquel avión, venía la prueba irrefutable de ello: la prueba de que ella había encontrado continuidad mientras yo me eternizaba en un socavón moral. Eso es lo peor que tienen los agujeros, incluso los del alma: que cuantas más cosas quitas, más grandes son.
Llegué al aeropuerto media hora antes de tiempo y fumé un cigarrillo tras otro hasta que empezaron a salir los pasajeros, con su cara de despiste y sus maletas repletas.
Los miré a todos con avidez, hasta que una muchacha completamente vestida de verde hizo un gesto con la mano y se encaminó hacia mí. Me dijo que la reconocería porque vestiría de rojo y venía de verde: tenía que ser ella; tenía que ser la hija de Pilar. Al verla avanzar con decisión hacia donde me encontraba se me ocurrió que si podía reconocerme después de haber visto alguna foto mía de veinte años atrás, a lo mejor no había envejecido tanto como yo pensaba. Quizás tenga razón el tango y veinte años no es nada. Pero no, mejor dejarlo: como tengan razón los tangos, estamos jodidos.
—Hola, soy Susana —me dijo con una amplia sonrisa.
La miré fijamente y vi a Pilar, sí, como esperaba. Pero más honda que la sensación del encuentro fue mi desazón al descubrir, claramente, todo lo que en ella no era rastro de Pilar, todo lo que debió ser mío y era de otro hombre, todas las huellas de otra sangre ajena, intrusa, las marcas de otro rostro y otra historia suplantando a las mías.
La miré fijamente, sin lograr sonreír como deseaba, y supe que el dolor no era la resurrección del pasado, sino aquel duro, implacable estrellarse con las consecuencias, con aquel presente que no era mío, con la prueba irrefutable de mi completa derrota.
No sabía si tenderle la mano o darle un beso. Finalmente tomé su cabeza entre mis manos y la besé en la boca.
No tenía otra venganza.
Y ni esta bastó, porque ella se echó a reír y me dijo que esperaba justamente eso.
Y entonces supe que la peor carta del tarot no es la muerte, sino la torre alcanzada por el rayo.
Malditas cartas.
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León, 1994