Esto que les voy a contar sucedió hace ya algunos años, dormía en un nicho del cementerio Avellaneda, en donde trabajaba, la noche anterior había salido de juerga y mi cuerpo estaba rendido, era un día lluvioso y nadie se acercaba a visitar a sus difuntos. Descansaba en uno alejado de la vista de cualquiera, ubicado en la última fila de arriba y por las dudas había empujado un poco la escalera rodante hacia un lado, vaya a ser que asustara a alguien.
Una tormenta tomaba la ciudad, con truenos, relámpagos y ese olor a lluvia tan característico, el sonido del agua golpeando el chaperío de los ranchitos que rodeaban la necrópolis, la concebían perfecta; sin embargo, en esa ocasión no la disfrutaba, estaba consumido en un sueño.
En lo profundo del mismo, empecé a oír una voz a lo lejos, tardé en reaccionar y en estado de ultratumba por la borrachera nocturna, me levanté y olvidé donde estaba, zas… me di un cabezazo con el techo del cubículo. Pasé un rato conmocionado mientras la voz se iba perdiendo.
Al volver en sí, advertí que no había luz, con cuatro gotas se venía abajo la electricidad de la zona, gateando me fui acercando al borde, no veía nada, aunque entre las penumbras divisé la escalera, estiré mi brazo al máximo y la acerqué para bajar del nicho.
Cuando pisé el suelo, de repente sentí algo entre los pies: era una rata tamaño XXL corriendo a la deriva, de a poco iba perdiendo la ebriedad, caminé por el panteón y me encontraba solo, fui hasta el portal de entrada, el cual estaba cerrado —¿Tanto dormí? —me pregunté. En el exterior tampoco divisaba a nadie, solo las miles de cruces blancas sobre las tumbas.
Volví hasta el garito de limpieza, también estaba cerrado, dudé un poco y metí la mano en un florero de bronce de un cliente eternamente abandonado, tomé la llave y abrí la puerta, cogí la mochila para sacar el móvil y ver qué hora era: las 17:30 y el recinto cerraba a las 17:00, me dejaron encerrado, sin darse cuenta.
—¿Y las voces? —, qué carajo habré soñado, cuando de repente… volví a oírlas y la borrachera se evaporó para siempre, el miedo se apodero de mí, volteé la vista en todas direcciones y nada, a esa hora y cerrado es imposible que puede haber alguien.
—¿Quién anda por ahí? — grité, como no obtuve respuesta, caminé lo más tranquilo que pude hasta el portal de salida, temblando no lograba encajar la llave en el cerrojo, fue cuando sentí en el cuello un espeluznante halo frío y un vozarrón que decía:
—¿Dónde vas querido? — del pánico, sin querer, solté la llave y la hija de puta se cayó hacia afuera, lejos de mi alcance.
—¿Quién es usted y como entró? — pregunté aterrado a la silueta que se me acercaba.
—Solo vengo a retirar un paquete, como todos los días.
— ¡Un paquete!
—Sí, no encuentro el nicho número ochenta y cinco.
—¡El número ochenta y cinco! — entre confundido y horrorizado, caí en la cuenta, era donde estaba durmiendo —. Está vacío, nunca fue utilizado.
—Ah…habrá una confusión, aunque nosotros nunca nos confundimos—dijo socarronamente.
—¿Quiénes no se confunden nunca?
—Los colectores de almas.
—¡Los qué! …— exclamé con sorpresa. Mientras la silueta dejaba de serlo y ante mi aparecía un hombre trajeado de negro, con sombrero tanguero y un rostro gris, portando una enorme cicatriz en uno de sus pómulos.
—Vengo todas las tardes a retirar las almas y llevármelas a un lugar mejor.
—¿Pero de que está hablando hombre?
—No tenga miedo señor, solo me dan un número y recojo el paquete, así de simple. —dudó un poco, mientras olía el miedo en mi—no será que…
—No.… espere—le corté—. Yo solo estaba descansando, ayer me fui de joda con los amigos y terminé ahí recostándome.
—Ya lo veo más claro, es una anomalía, solo pasa una vez al año.
—No le entiendo.
—Me temo querido, que vamos a tener que dar una vuelta por ahí. —Señalándome “el sector B”, el cual albergaba al dichoso sepulcro—La tormenta nos ha jugado una mala pasada.
Fuimos hasta la escalera rodante y la movimos hasta la fila del nicho, subí cada peldaño de madera con el colector detrás guiándome, ya no podía controlar el miedo, mi corazón estaba a punto de explotar, aunque sabía que ahí no había nada ni nadie. Al subir el último me quedé atónito, alguien estaba tumbado dentro, despavorido me acerqué lo suficiente y en la oscuridad del aposento eterno lo vi todo con una claridad sepulcral.
Era quien les escribe el que estaba tendido boca arriba, ahogado en un vómito mortal, enseguida una serie de imágenes me puso al corriente de mi suerte, el golpe en la cabeza, la borrachera y un fatal destino.
—Lo siento— dijo, el rastreador de almas—esto no suele pasar. Nos miramos y por primera vez en mucho tiempo sintió algo de pena. Como les decía, esto aconteció hace tiempo y aún sigo trabajando en el cementerio, aunque ahora ficho más tarde, vestido en un traje eternamente negro.