A contravía

Mi padre cumplirá ochenta y tres años el mes que viene, los últimos siete años de su vida los ha pasado postrado en cama, aquejado de un dolencia respiratoria agravada por una peculiar, cómo llamarla, demencia senil. Así las cosas, sus hijos nos turnamos semana tras semana para darle la mejor atención posible, cuando él lo permite, claro. Los martes y jueves vengo a leerle la prensa diaria y revistas de todo tipo, y muy de vez en cuando, algunos libros; el resto de la semana vienen mis hermanos. Casi todos los domingos acudimos los cuatro hermanos a comer allí, mi hermano Julián prepara paella y se la llevamos en bandeja a la cama. Las tardes y noches de lectura le gustan mucho, pero debemos tener cuidado porque...

-¿Volvió tu hermana ya de la India? –preguntó mi padre mientras me acercaba a su cama con la prensa deportiva del día. Respiré hondo mirándolo a los ojos con ternura, dudando si decirle por enésima vez que su hija, mi hermana Elena, trabaja en un banco.

-Sí, papá, ya volvió de la India, y no, no se casó con aquel Rajá que la cortejaba... –respondí sentándome en un lado de la cama, mientras le enseñaba la portada del periódico deportivo que había llevado para leerle. Algunos días, cuando su lucidez se lo permitía, nos quedábamos hablando hasta que se dormía, y muchas noches pensaba si al día siguiente empezaría a hablarnos de cuando era detective en Los Ángeles, o de sus extensos viñedos franceses, o de su trabajo en la compañía de ferrocarriles... En esos pocos momentos en los que se podía hablar con él sentía que había recuperado a mi padre, apagaba la luz de su mesilla y me iba a dormir al sofá cama del salón. Algunas de esas noches, recordaba a mi madre, que murió cuando yo tenía quince años, pensando que él tuvo que hacer de padre y de madre para todos nosotros.

-¿Cuándo vendrá Luis? A él le gusta leerme libros –dijo haciendo un mohín reprobatorio con la boca al ver que yo traía un periódico. Luis era el mayor de los cuatro hermanos y años atrás habíamos tenido algunas diferencias por su interés en leerle libros, sabiendo que luego integraría en sus recuerdos cosas, no de su vida, sino de las obras que le íbamos leyendo y que él incluiría aleatoriamente en sus propios recuerdos.

-Mañana viene Elena y pasado Luis, papá. 

-¿Tú te acuerdas que antes ser ferroviario era algo muy importante? –de nuevo volvía a uno de sus temas recurrentes, creerse que había sido ferroviario y que se había pasado la vida entre trenes, estaciones y traslados a diferentes ciudades y pueblos. Mi padre había regentado una ferretería toda su vida y mi hermano Pablo fue quien se encargó –y se encarga- de ella cuando se jubiló anticipadamente por sus problemas respiratorios.

-Yo era muy niño, papá, no recuerdo eso... –dije esperando que me permitiera cambiarle su línea de pensamiento y así poder volver al periódico, cosa que ya sabía que era poco menos que imposible. 

-Nosotros, los ferroviarios, éramos muy conscientes de la importancia que tuvo el ferrocarril para levantar el país... –dijo con tono de orgullo, de ése que se siente ante el deber cumplido, incorporándose en la cama y tosiendo, abriendo la boca para coger el aire que sus pulmones se negaban a aspirar.

-Bueno, hoy veo que no querrás que te lea, ¿verdad? –respondí suspirando y dejando a un lado el periódico.

-El tren era... por donde pasaba una vía de tren, ya fuera un pueblo grande o pequeño levantaba la vida de la zona...

-Ya me imagino, papá, pero... –en estos casos en los que no podía parar de fabular, y tras tantos años de intentar de todo, ya sabía que debía seguirle el juego y dejar que llegara a un punto muerto de recuerdos y entonces enlazaría con otro recuerdo falso o volvería a sus memorias verdaderas.

-Era una buena época. Alrededor de las estaciones y de los talleres todo era un hervidero de gente, ya sabes que las fábricas se instalaban cerca de muchas estaciones importantes –dijo ilusionado, como si realmente recordara haber vivido todo eso.

-Ya, papá, pero... –muchas veces no sabía cómo seguir su conversación, porque no recordaba la obra de donde él había extraído sus falsos recuerdos, claro, en casa había muchos libros sobre trenes, le encantaba ir el domingo al mercadillo a comprar de saldo las obras más variopintas, con las pastas arrugadas, manchadas, con las hojas mutiladas; pero a él le daba igual, eran sus trofeos de los paseos matutinos de los domingos. Libros baratos de aventuras en mares perdidos, de bucaneros con parche y pata de palo, manuales de limpieza de máquinas de coser, muchos libros de indios y vaqueros, de espías que recorrían medio mundo descubriendo los secretos más inverosímiles, libros sobre la historia del tren, y un sinfín de libritos y tomos vetustos que llenaban dos grandes estanterías del salón.

-Era un lujo oír el silbato del tren de carga de las seis cuarenta y también la sirena de las fábricas que trabajaban para el tren... tu tío trabajó toda su vida en la ferroviaria de Espeluy...

-Oye, ¿cómo crees que habría sido tu vida si hubieras sido... no sé, si hubieras llevado una ferretería –una vez, sólo una vez, este truco me funcionó, pero el resto de las veces que lo he intentado desde aquel día no he vuelto a tener éxito, supongo que la mente se resiste en esos momentos a recorrer los vericuetos de los recuerdos reales, por alguna razón que todavía la ciencia médica desconoce.

-Huy, no, hijo, no... el mundo del tren era una cosa muy importante, acuérdate de los días de cobro, las colas que se formaba a la salida de la fábrica... –respondió negando con la cabeza ante la idea de haber llevado una vida en una tienda rodeado de clavos, martillos, tornillos y palas. Los doctores que lo habían visitado todos estos años coincidían en que era una peculiar forma de fabulación, pero que se habían dado otros casos donde los recuerdos adquiridos provenían de los lugares más insospechados: anuncios publicitarios, las vidas de los vecinos, letras de canciones... Todos los especialistas coincidían en que lo mejor era proporcionar a la persona afectada una rutina diaria para que se sintiera mentalmente más seguro, ofrecerle además un entorno social con amigos y familiares que le ayudaran a estimular los recuerdos. Una doctora fue la que nos sugirió las lecturas de prensa diaria para ayudarle a mejorar su memoria.

-Hoy día el tren es otra cosa, los trenes son otra cosa... La ciencia avanza que es una barbaridad -dije mientras intentaba recordar qué libro o libros sobre trenes estaba mezclando en su cabeza mientras intentaba arrancarle una sonrisa bromeando.

-Ya, mucho avance pero aquí estoy en la cama sin poder respirar bien y... ¡no he fumado en mi vida! –dijo tosiendo mientras cerraba el puño intentando darle énfasis a su afirmación de no haber fumado nunca, cosa que era verdad.

-Eso es verdad, el otro día leí en la prensa que... –todo mi afán era devolverle al presente, a veces lo conseguía derivando la charla hacia otros temas que le interesaban. Una vez le estaba explicando el caso, publicado en la prensa aquella semana, de un espía que había sido envenenado mientras me contaba sus peripecias novelescas como agente del KGB y conseguí, durante un buen rato, que se interesara por la realidad.

-¿Te acuerdas de cuando te subiste a una 241? –preguntó con los ojos brillándole de pasión, interrumpiéndome la frase, así que dejé de insistir. Hoy no podría ayudarle a volver a la realidad, le diría a Elena lo que había pasado. Cada día llamábamos a quien venía al día siguiente para darle las novedades y ofrecerle pistas que evitaran cometer los mismos errores o potenciar su demencia sin querer.

-¿No fue ése Luis, papá? –otra treta que a veces funcionaba, permitirle la falsedad de los recuerdos y poner en cuestión algún detalle de estos.

-No, no, fuiste tú, el pequeño; íbamos a despedir a unos primos lejanos de tu madre, y como aún quedaba tiempo... –cada vez que usaba el nombre de mamá en uno de sus recuerdos falsos me dominaba una agradable tristeza interior, como si fuera mejor así y mi padre no recordara que había muerto cuando yo era un adolescente.

-¿Y qué pasó? –pregunté haciendo memoria sobre el número de libros sobre trenes que tenía en las estanterías.

-Ya habíamos subido las maletas, nos habíamos despedido, y te dije... ¿no te acuerdas? Si ese día fuiste el niño más feliz del mundo –respondió con una ilusión de un bonito recuerdo que no había vivido.

-Pues es que ni me acuerdo de aquellos primos de mamá.

-Verás, tenía un amigo maquinista, Sebastián Algorza, que llevaba una 241 de vapor a los talleres y andaba parada en la otra vía a la espera de unas piezas del taller... –dijo animado por todos los pequeños detalles que estaba añadiendo a su historia.

-No me acuerdo, la verdad, papá, sería muy pequeño.

-Hablé con mi amigo el maquinista y te dije "Ven, Luis, vamos a subir a la máquina" –me había cambiado el nombre, sabía que no debía dejar pasar la ocasión de plantarle una mínima duda en sus recuerdos.

-Papá, ¿ves como era Luis, el mayor de los hermanos, el que se había subido a la máquina? –pregunté sonriéndole para que no se sintiera acosado. 

-Tú, pesado, que fuiste tú... ¿no me voy a acordar de eso, hombre? De ese momento me acordaré toda la vida, tenías una cara de felicidad –contestó mientras cogía aire con todas las fuerzas que su maltrecho cuerpo le permitían y me daba una palmada en la mano que tenía al lado de su regazo.

-¿No fuimos un verano en tren a Alicante? –alguna parte de mi mente había recordado un trozo de uno de los libros de trenes e intentaba poder llevarlo a ese terreno. Aunque yo sabía que veraneábamos, cuando el dinero lo permitía, en Mazagón, Huelva, y que siempre íbamos en el vetusto coche que mi padre llamaba “la camioneta”. Es verdad que en tren íbamos a visitar a los hermanos de mi madre en Barcelona, sobre todo en Navidad, donde pasábamos esas fiestas en la calle Calabria, donde mis tíos tenían un bonito piso, amplio y con ventanales ovalados que daban al hueco de escalera.

-Sí, sí, y además lo hicimos en los nuevos vagones de segunda con aquellos asientos tapizados en escay azul, tu hermano Julián y tú os pasasteis medio viaje mirando por las ventanillas. 

-¿Quieres que te lea la prensa ahora o qué?

-Se veían unas noches preciosas a la altura de Albacete... –respondió cogiendo el periódico deportivo y poniéndolo en el otro lado de la cama, alejándolo de mi alcance.

-¿Y había muchos vendedores en las estaciones, no? –en días así lo mejor era que hablara de lo que él quisiera, me había quedado sin recursos para devolverle a la realidad.

-Bueno, y acuérdate cuando en las paradas le daban martillazos a las ruedas.

-¿Eso para qué se hacía?

-Pues... pues... no me acuerdo, hijo, la edad no perdona –dijo frunciendo el ceño y buscando en su memoria algún dato que confirmara para qué hacían eso.

-Bueno, no pasa nada, yo también me olvido ya de las cosas –dije dándole unas palmadas de ánimo en la pierna que me quedaba más cerca. Era el momento de hacer un ataque frontal a los recuerdos-. ¿Te acuerdas de cuando me llevaste por primera vez a la ferretería?

-¿Ferretería...? ¿Qué ferretería?

-Tu ferretería, de la que me estabas hablando antes.

-Demonios, no me vuelvas loco, te estaba diciendo que tengo mala memoria para algunas cosas, pero de otras me acuerdo perfectamente. Alicante, San Vicente del Raspeig, Agost, Monforte de Cid, Monóvar-Pinoso... ¿qué, tengo memoria o no? –dijo recitándome las estaciones de vete a saber qué recorrido en tren y en qué años.

-Hombre... –me interrumpí antes de que se me escapara un mal chiste o un comentario cruel.

-Me faltan dos o tres estaciones pero... –dijo pensativo, como si quisiera extraer de la memoria algún dato-. Ah, sí, seguían en Villena, Caudete, La Encina, Almansa, Alpera, Villar de Chinchilla....

-Vale, vale, papá, que sí, que tienes una memoria de elefante –dije echándome a reír mientras él ponía cara de cabreo.

-Mira, tengo mejor memoria que tú, que ni te acuerdas de cuándo te subiste a aquella locomotora de vapor –respondió con un mohín de enfado característico de él, arrugando la frente y apretando los labios al hablar.

-Vale, lo siento, ¿qué me decías de las rutas?

-Me acuerdo, fíjate bien, de una noche que le compramos a un vendedor ambulante en la estación, ¡a las dos de la mañana!, toñas de Villena –dijo echándose a reír. No podía imaginar qué imagen había visto en su mente para que se riera así, por lo que yo también me reí, intentado que me lo contara.

-¿No te acuerdas? La toña se llama también “panquemao”, está muy bueno pero por fuera está como quemado y a tu madre no le hizo gracia que comprara media docena –y siguió riéndose hasta que la respiración cambió la risa por una pertinaz tos.

-Toma un poco de agua -le dije acercándole, en un vaso, agua de la jarra que tenía en la mesilla. No tenía ni idea de dónde estaba sacando los recuerdos, además, los estaba mezclando con mi madre, hoy me tenía desconcertado. Miré la hora, casi las ocho y media-. ¿Te traigo la cena o esperamos un poco?

-A las nueve –respondió mirando el reloj digital de la mesilla de noche y dándome el vaso de agua del que se había bebido más de la mitad-. Bueno, no te aburro más con las listas de estaciones, pero cuando se llegaba a Alcázar de San Juan, eso sí que era una cosa importante.

-Esa era una parada larga, ¿a qué sí? –dije para darle ánimos y que no se enfadará de nuevo.

-En Alcázar parecía que el tiempo se detenía –ya sabía que no era buena idea buscarle el libro en dónde sabía que hablaban de Alcázar de San Juan y adelantarme a lo que me fuera a contar leyéndole del libro para demostrarle que sus recuerdos no eran suyos. El problema es que no le demostraría nada diciéndole que sus recuerdos eran falsos y que pertenecían a un libro. Eso ya lo habíamos probado hace muchos años, con un desastroso resultado, se encerraba en sí mismo como si el mundo no le interesara, y eso no era bueno para él y su demencia-. ¿Te acuerdas de las carretillas de Correos? Aquellas de color gris con los conductores que llevaban aquel guardapolvo de color gris también y que iban a toda velocidad cargadas con las sacas de cartas y paquetes... ¡Y pitando a todo el que se le ponía delante!

 -No, de eso no me acuerdo, sí me acuerdo de que allí la parada era larga –añadí pensando en aquella vez que Elena lo grabó en vídeo, con la excusa de decirle que no se perdiera todo lo que nos podía contar, y al día siguiente se lo enseñó Julián para demostrarle que tenía falsos recuerdos. Ese día no quiso comer y se fue a dormir muy temprano, no tenía ganas de hablar y le preguntó a mi hermano si de verdad había trabajado en una ferretería. Mi hermano, al ver la honda tristeza que se había apoderado de él, lo único que se le ocurrió decirle fue que sólo durante una pequeña temporada. 

-Bueno y cuando coincidían allí dos o tres expresos, aquello era increíble, maletas por aquí y por allí, bultos, aquella señora que llevaba un pavo vivo en una jaula, ¿te acuerdas?

 -No, ¿qué pasó? Muy bien, no lo recuerdo.

  -Nada especial, pero os llamó la atención y os quedasteis haciendo el tonto con el pavo aquel enjaulado. Era Navidad, creo.

-Y había muchos vendedores que vendían de todo.

   -Bueno, claro, bocadillos, estampas de santos, dulces, juguetitos de madera, tabaco, de todo.

   -¿No hacíamos ahí transbordo alguna vez?

   -Bajábamos los bultos y yo me iba a hablar con el jefe de estación, mientras esperabais en la cantina al próximo tren. Qué frío hacía allí cuando íbamos en invierno, ¿eh?

  -Oye, son casi las nueve, ¿te caliento la sopa?

  -Sí, sí. ¿A que si te digo cuál fue el primer tren español no lo aciertas?

   -¿A qué sí? El Barcelona-Mataró.

     -Ya sabía yo que no lo sabrías.

     -¿Ah, no, y cuál fue? –pregunté con un ligero tono retador.

     -El primer ferrocarril se construyó en Cuba para transportar caña de azúcar al puerto de La Habana.

     -Anda ya, papá, te lo estás inventado –dije riéndome cariñosamente.

     -Ya estamos otra vez con que me invento las cosas, míralo mañana y me dices, me apuesto contigo lo que quieras.

     -Vale, la comida del domingo la pagas tú –respondí guiñándole un ojo.

     -Hecho –contestó extendiendo la mano para sellar el pacto.

     -Ahora vengo con la cena –dije mientras salía del dormitorio sonriendo.

            Me fui a la cocina y saqué un tarro con sopa congelada, le preparé una tortilla francesa y puse en el microondas la sopa, le pasé un trapo a la bandeja de comer en la cama, una muy buena que compró Elena con huecos para que no se movieran los vasos ni los platos. Tendría que volver a leerme los libros de trenes otra vez, porque últimamente se repetía mucho más con ese tema que con lo de ser espía o haber viajado por el Índico como un aventurero.

      -¡Oye, son las nueve ya, ¿me preparas la cena?! –gritó mi padre desde su habitación. Como si no recordara nada de lo que le había dicho o, peor aún, nada de lo que él me hubiera contado. 

    -¡Estoy en ello! –respondí mientras sacaba del microondas la sopa.

            En cuanto lo tuve todo listo me acerqué a su habitación y allí estaba, ahora sí, incorporado con las dos almohadas dobladas y listo para cenar.

 -¿Volvió tu hermana ya de la India? –Me quedé un instante parado con la bandeja en las manos y le sonreí con cariño, y por una fracción de segundo me imaginé a mi hermana casada con un rico rajá indio.

 -FIN-