Era el momento del almuerzo en la casa de los Verne. La hora de las comidas en esa familia era una estricta religión. Ni tardanzas, ni ausencias. Pero ese día de verano de 1839 uno de los hijos, Julio, faltó a la mesa. La ausencia solo podía deberse a una tragedia. El padre, angustiado, salió a la calle en busca de aquel niño de 11 años. Preguntó a todo el mundo que vio a su paso y un marinero le dijo que había visto al chaval embarcarse con dos grumetes en el Coralie.