Algunos viajeros incluso iban más allá de Persia y cruzaban el desierto buscando el otro extremo donde, se decía, quedaba una ciudad de cúpulas verdes y fuentes de azogue, muy al Levante. Bien valía empeñar la vida si al otro lado esperaban la fortuna y las muchachas vestidas en sedas que contaban los libros.
El indigno y temible Celador del Portón exigía, so pena de decapitación con un gran alfanje, el arancel que permitía el paso al desierto de sal. Complicadas tablillas con signos apenas legibles estipulaban el pago en odres de agua. Cuantos más odres se portaban, más se pagaba. A mayor distancia se quería recorrer, aún más odres. Dejé con horror y asco gran parte de mi agua a los pies del repugnante recaudador y proseguí hacia oriente. A los dos días comprendí que las tablillas calculaban perfectamente dónde encontraría el Celador infame mi cadáver y mi oro.
daphoene 