Está muy cara la felicidad veraniega en los tiempos de Instagram. Antes bastaba con una paella en el pueblo y no saber nada de los demás. O ni eso, bastaba con que se acabaran las clases. Eran veranos de nada que hacer y sin medios de comunicación. La desconexión de los amigos solo podía alterarse mediante postales que rara vez llegaban o alguna llamada desde la cabina de la plaza. Llegan la World Wide Web, el Facebook, los móviles que no son para hablar ni para jugar a la serpiente y las primeras demostraciones de ocio veraniego en las redes.
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