En parte, es algo personal. En el sur de Rusia, donde crecí, la mitad de la gente que conocía tenía apellidos ucranianos. El sobrenombre de la menor de mis primos era “gallinita”, porque “Piven” significa “gallo” en ucraniano (la familia de su padre era del norte de Ucrania). Cuando nos zambullíamos en el cálido mar Negro a buscar paguros, o jugábamos a cosacos y bandidos, nunca pensaba en mis primos, a los que llamaba “hermano” y “hermana”, como ucranianos. Eran mi familia.