Mucho se ha escrito estos días, a raíz de su muerte, sobre Javier Pradera. Ha habido elogios hiperbólicos y algún ataque vitriólico. Pradera dejaba a poca gente indiferente. Su físico de gigante, su aspecto desaliñado de sabio distraído, su voz profunda, su habla sentenciosa y su mordiente ironía inspiraban admiración y respeto, pero a veces también temor y rechazo, pese a que, en cuanto se le conocía un poco, se advertía que tenía más de Ulises que de Polifemo.