Las acreditaciones son objetos poderosos. Todos, o casi todos, recordamos el andar confiado y jactancioso de Wayne Campbell y Garth Algar cuando conseguían sus pases para el backstage de Alice Cooper (“¡No somos dignos!”). Pues a eso me refiero cuando hablo de acreditaciones: esos rectángulos plastificados que, colgados del cuello en algún evento cultural o artístico o deportivo o político o lo que sea, acreditan que su portador tiene alguna clase de privilegio, derecho o función de los que carecen la mayoría de los presentes.