El tiempo de los dos soles (más allá del velo)

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El término “masón” vendría a ser equivalente a “albañil”. Los constructores, si lo refinamos un poco, y a tenor de la mitología que todos conocemos: la escuadra, el ojo, el compás, es bastante consistente con esa idea de un “arquitecto”. Si uno se para a pensarlo guarda bastantes paralelismos con “opus dei” -la obra de dios- y seguramente pudiéramos encontrar alguno más.

Aunque lejos de ser lo mismo, al parecer se llevan a matar desde que quemaron al Gran Maestre Jacques deMolay en la hoguera. ¿O eso eran los templarios? ¿Y los Illuminati, los “iluminados de Baviera”, esos vienen después, no?

Lo cierto es que es un caos notable y sólo cabe identificar a los actores, como no, por sus actos.

Por sus frutos los conoceréis. Con el agravante que lo que vemos en realidad son sólo sombras desde una caverna. Aunque seguramente la reflexión de Platón se vertía sobre un contexto más amplio.

Los constructores. Vamos a dejar la imaginación volar y ya vendrá luego la realidad a cortarnos las alas. Así como algunos sostienen que Platón lo hizo con su descripción de la Atlántida, hasta el punto de inventar fechas, medidas. Curioso cuanto menos.

Lo que en la biblia se conoce como diluvio universal es otro no menos generoso derroche de imaginación que parece hallar ecos en casi todos los rincones del planeta. La imaginación es una herramienta fascinante. Enriquecedora y muy estimulante. Siempre que uno tenga el acierto de plantearse preguntas que puedan ser interesantes, como por ejemplo:

¿Que sucedería si una catástrofe de proporciones cósmicas pusiera el planeta a temblar? Si la magnitud del desastre erradicara a la práctica totalidad de la especie salvo algunos grupos aquí y allá, de decenas, tal vez cientos.

La pregunta interesante es, ¿cuánto del conocimiento presente estarían en condiciones de recuperar esas pobres gentes? Y de un conocimiento ya de por sí insuficiente si es que una ola los hubiera barrido de la faz de la tierra.

Pero hagamos el escenario un poco más interesante, un poco de modo análogo a los tiempos de Roma. Si hubiera un gran y sofisticado imperio con colonias de ultramar -del Mare Nostrum al menos- y más allá de sus fronteras hordas de bárbaros. O por lo menos gentes en un nivel significativamente inferior de desarrollo.

¿Estarían esos pocos supervivientes “patricios” en condiciones de reconstruir el viejo imperio?

¿Incluso en un escenario donde los supervivientes “plebeyos”, bárbaros, fuesen mucho mayores en número?

Sin duda el escenario final dependería en gran medida de la diferencia en el grado de desarrollo.

De modo similar al de los conquistadores en las Américas. Pero ¿qué hubiera sido de ellos si no hubieran tenido un imperio prestando apoyo al otro lado del Atlántico?

Hubiera sido un escenario mucho más igualado, mucho más tenso. Seguramente hubieran ocultado a los nativos los secretos de su tecnología, de su ventaja, su conocimiento. Incluso la memoria de su caída en desgracia. Hubieran sin duda maniobrado para estructurar la sociedad y ponerla a su servicio, a merced de sus conocimientos, poniendo mucho cuidado en ser identificados como más diferentes de la cuenta.

Hubieran utilizado su, en buena parte, perdido nivel superior de desarrollo para seducir a los pueblos mediante el comercio de ingenios. Pero, si realmente no los veían como iguales, el desarrollo que les habrían procurado hubiera sido siempre, parcial, sesgado e inconsistente.

Un tipo de conocimiento estéril que no puede crecer y reproducirse, si no más bien aplicar recetas sin las capacidad real de entender de manera profunda que papel cumplen los ingredientes.

Se hubieran organizado lejos de las miradas extrañas y con el tiempo tal vez hubieran logrado establecer contacto con otros supervivientes en otros lugares, creando sociedades y alianzas secretas desde las que regir el destino del resto de bárbaros.

Sucede que la carne es débil. Tal como lo es el hombre ante la tentación. Lujo, mujeres, manjares. La semilla pronto se esparce y hoy en día seguramente la parte que permanece pura, sea la menor del linaje atlante. La endogamia es una maldición cruel.

Unos opinarían que es imprescindible enriquecer el acervo genético, aún a costa de degenerarlo. Otros persistirían, ciencia mediante, en el intento de preservar una sangre tan diluida que sería apenas distinguible del resto.

Si la diferencia original fuera grande, hubieran reinado sobre el resto como dioses. Hasta que los cruces y la endogamia hubieran borrado todo rastro de la pretendida divinidad.

Quizás algunos hubieran perecido ante los bárbaros viendo frustradas sus intenciones. Un panorama tan dantesco como ver abocado al hombre de hoy de vuelta a la más primigenia jungla, de la noche a la mañana. Seríamos en muchos aspectos el más incompetente de los primates, sustraídos de nuestro entorno.

Empezar prácticamente desde cero, desde el poblado, teniendo que navegar los temperamentos de los cabecillas locales y sacar partido a la vez que sufrir la calamidad de su ignorancia.

Porque, según las leyendas, el diluvio fue universal, pero lo que se hundió bajo los mares fue un continente. ¿Mares helados, tal vez? Quién sabe. ¿Es el de Lemuria el mismo relato con los nombres cambiados o es otro idéntico? ¿Y Mu?

Los primeros tiempos debieron ser sin duda caóticos y desesperados. Poco a poco se habría ido ganando posición y concertando una línea de acción, tratando de borrar los errores del pasado. Manteniendo el conocimiento a buen recaudo y negándoselo al resto, aún a través del fuego que consumió la luz más alta de Alejandría, que nunca fue la de su faro.

Bajo el punto de vista de algunos, seguiría habiendo sin duda dos humanidades. Tal vez se tratara de recuperar el linaje del pueblo Tocario, aquellos que con ojos y piel clara habitaran la hoy inhóspita región de Asia que es el desierto del Takla Makán. Y el precio no importaría, al fin y al cabo, son sólo bárbaros tan negligibles como el valor de sus vidas.

Circunstancias así explicarían el advenimiento de Viracocha, ese “dios” barbudo y pelirrojo que recuerdan los pueblos antiguos americanos. Las tentaciones para los supervivientes, una vez deslumbrado a los indígenas con una breve parte de su conocimiento, hubieran sido monstruosas.

Hasta el punto de sumirse en la arrogancia de creer tal atribución divina.

Pero lo cierto es que, de lo dicho hasta aquí, nada aclara los hechos que desencadenaron tal circunstancia. Y seguramente ni los autoproclamados dioses lo saben. Porque si los hombres, en sus más elevadas aspiraciones, son sólo instrumentos de la voluntad de “dios”, ¿de qué voluntad son instrumentos los “dioses”?

Todos los ejércitos en la batalla han dispuesto alguna voluntad divina de su parte, imagino que sin excepción. Al final, engañar a un mentiroso, puede incluso encajar con ciertos parámetros éticos.

Se diría que los “dioses” han estado demasiado ocupados contemplando a sus inferiores, los placeres mundanos y sus propias debilidades antes que elevar la vista hacia arriba.

Y, aún haciéndolo, no parece que el firmamento les haya ofrecido las respuestas requeridas.

No fueron capaces de hacerlo ni siquiera en el esplendor de su civilización, igual que no sintieron las necesidad de extender su progreso mucho más allá de sus propias fronteras.

El karma también es un maldición cruel. Ya no porque hubiera ninguna divinidad omnipotente velando por una justicia en realidad nunca cumplida, si no por el simple hecho de que no se recoge más que lo que se siembra. Ésa es la ley.

Se puede decir que la existencia es tan injusta en términos individuales como justa en términos colectivos. No es aconsejable por lo tanto vivirla a través de la alucinación del yo.

Llegados a este punto, la duda es si en algún momento tendrán el valor de revelarse.

Es probable que intentos anteriores no hayan arrojado ningún buen fruto: turbas, antorchas, horcas, hogueras…

Y eso se puede achacar a las pobres mentes y espíritus de los gobernados o a los enfermizos abusos de los gobernantes. Manteniendo a sus súbditos en la inopia y en la indigencia. A pesar de las más que notables diferencias, enormes, si se quiere, todas se quedan en nada bajo los ojos del firmamento. Ante la insondable oscuridad del cosmos.

Todos somos tremendamente ignorantes, en diferentes medidas y lugares. Y eso tiene un posible remedio, salvo que se cometa el error de olvidarlo. Salvo que nos olvidemos de dudar.

El valor que nadie nos puede arrebatar es el de nuestro punto de vista. Esa pequeña parte del todo.

Una gran ola, dirían algunos. Una gran guerra, dirían otros. Un continente que se hunde en el mar.

Una lluvia de fuego y estrellas. Un día que amanece por el oeste. El final de una edad geológica.

El tiempo de los dos soles, relatos perdidos para la memoria colectiva. O tan sólo el tiempo de la cosecha.

Y aunque todos dijeran verdad, todos estarían, como yo, errando. Y aún estando todos errando, todos dirían verdad. Bastante revuelto baja el río de la vida como para enturbiarlo aún más con secretos y mentiras. Haría falta demasiada imaginación para ver a través de sus tortuosas aguas.