El centinela del norte

1.

La isla es nuestro hogar, como antes lo fuera de nuestros padres y de los padres de sus padres. Más allá de la costa se extiende el mar, hasta lo lejos. Los días claros, en la distancia, se puede divisar la sombra de la gran isla como una línea oscura sobre el horizonte. Los ancianos suelen contar historias de los visitantes del otro lado que llegaban con la olas. Ninguno bueno, nunca. Y muchos vinieron. Pero pocos volvieron. También muchos de los nuestros salieron a buscar el final del mar. Tampoco volvieron.

Hace mucho tiempo ya que los hermanos de las otras islas dejaron de ser bienvenidos, ellos sucumbieron ante los engaños de los hombres de piel clara. Aquellos que tiempo atrás secuestraban hombres y violaban mujeres. Después trajeron muchos regalos, muchos objetos extraños. Algunos jóvenes se vieron tentados por la curiosidad y por las ofrendas de los embaucadores pero los ancianos se encargaban de recordarles todo lo que podían esperar de los hombres de piel clara: mentiras.

Nuestro pueblo nunca quiso la guerra con las otras islas o con la gran isla al otro lado del mar pero está preparado para defender su tierra y no la compartirá con otros hombres, de piel clara u oscura. La isla es nuestro hogar. Los habitantes de la gran isla parecen haber comprendido por fin, después de mucho tiempo. Hace siete sequías que vimos a los dos últimos. Nosotros fuimos lo último que ellos vieron. Aún así hay cierta inquietud, de vez en cuando extraños pájaros sobrevuelan los cielos sin batir sus alas arrastrando nubes con la cola.

Sabemos que ellos son más. Sabemos que saben más. Pero mientras nuestros ojos tengan vida no verán nuestra isla en sus manos. Sabemos que son muy peligrosos y no debemos ser confiados, ni uno de ellos debe poner siquiera un pie en la playa. Hace ya diez sequías que la tierra tembló y la gran ola cubrió los bosques, arrancó con furia los árboles de la tierra y los arrojó contra nuestras casas. Todo fue destruido. Pero nuestras raíces son fuertes y la ira del mar no pudo arrancarlas de nuestra isla. Tres soles después apareció en el cielo el pájaro del ala redonda.

Algunos culpan a los hombres de piel clara, otros dicen que sólo la madre tierra tiene ese poder. Nadie sabe eso pero lo cierto es que la isla ha crecido y mientras siga elevándose entre las olas del mar inmenso seguirá siendo nuestro hogar y mientras siga siendo nuestro hogar, lo defenderemos hasta el final de los hombres que, vengan de donde vengan, siempre encontrarán nuestras flechas afiladas y nuestros arcos a punto.

2.

Sí, tal vez algo así. Supongo que algo parecido podría discurrir por la mente de alguno de los habitantes de uno de los últimos rincones vírgenes del planeta, uno de los pocos lugares del mundo que, congelado en el tiempo, ha sido ajeno casi por completo a los cambios de la civilización moderna. Me refiero a esa pequeña isla al sureste de la Bahía de Bengala, muy cercana al epicentro del seísmo que dio lugar al tsunami que en diciembre de 2004 barriera las costas de Sumatra. El centinela del norte.

Es la única isla cuyos indígenas rechazan aún todo contacto con el exterior, ni siquiera los nativos de las islas vecinas reconocen ya su lenguaje que, necesariamente, en algún momento de la historia, tuvo que ser el mismo. Curiosamente tienen aspecto de pigmeos africanos, de poca estatura y tez negra, nada que ver con los rasgos de la población de Indonesia o India.

Es casi como viajar en el tiempo, como si el progreso de los últimos miles de años se hubiera olvidado de ese pequeño rincón de mundo. Tal vez, precisamente por cierto empeño de sus nativos en ello, no son demasiado proclives a recibir visitas a no ser que en su cultura se saluden a flechazos, cosa harto improbable.

Claro que, a lo largo de la historia reciente, (y no tan reciente) no han podido permanecer al margen de la fiebre de expansionismo de nuestra civilización pero así como su vecinos de Andamán, isla mucho mayor situada al este, sí que han acabado estableciendo cierta convivencia con algunos representantes de la civilización actual, ellos se siguen negando en redondo. Tal vez lo diminuto de su isla haya sido el factor que lo ha hecho posible, nunca ha valido para nadie la pena someterlos ni echarlos de allí.

En los últimos tiempos el gobierno de India, de quien depende la isla, ha decidido renunciar a tener cualquier tipo de contacto en vista de la renuencia de los nativos y ha establecido un perímetro de 5 kilómetros a la redonda vedado a la navegación marítima. Aparte de lo estimulante que pueda resultar fantasear con lo que pasa por las cabezas de los nativos, que tan poco saben de nuestro mundo, lo interesante es el dilema al que nos arroja.

Sin lugar a dudas su existencia en tales condiciones ha de ser francamente dura. Con problemas mucho más elementales, mucho más básicos. De no ser así la población debiera haber crecido esquilmando los recursos de su pequeña isla, aunque quien sabe si eso ya les sucedió en algún momento. Tal vez de ahí precisamente que se muestren tan hostiles con las visitas.

Pero, ¿es razonable dejar a los nativos en gran medida a su suerte? Desde luego llevan varios miles de años encargándose de sus propios asuntos, algunos estiman 50 o 60 mil pero, ¿no sería lo correcto ayudarlos de algún modo? Al fin y al cabo nuestra existencia se supone mucho más cómoda a tenor de todo el progreso técnico que atesoramos, aunque lo cierto es que, viendo otros procesos de integración de nativos aislados a lo largo de la historia, parece que nuestra tan avanzada civilización sólo pueda ofrecerles convertir a los hombres en esclavos y a las mujeres en putas. Con suerte en monos de feria en algún circo ambulante.

Podemos pensar que ignoran todo lo que en el mundo queda fuera de su isla pero si supieran exactamente lo que la civilización les podría haber ofrecido, posiblemente hubieran reaccionando exactamente como ya lo hacen, hubieran respondido a tal invitación con flechas bien dirigidas y bailes desafiantes que incluyen el ancestral gesto de agarrarse los genitales en modo desafiante. Tal vez sean ellos, cuando esta civilización decadente dé con sus huesos en el suelo y el mundo tal como lo conocemos hoy desaparezca, los que puedan ayudar a otros nosotros a recordar como los hombres han vivido durante miles de años sobre este planeta en un mayor equilibrio con la naturaleza.

3.

Probablemente, algo parecido a eso debe pensar un habitante de los países occidentales en la tierra sobre los nativos de esa pequeña isla del Índico. Y no iría desencaminado en cuanto al dilema ético que supone, aún en civilizaciones que han desarrollado un grado de comprensión muy superior del entorno que les rodea y de la misma esencia del ser. Ciertamente se siente la tentación de impulsar el progreso de especies con un grado de desarrollo menor, ya sea a nivel científico, técnico o incluso genético. A pesar de ello, rige un claro principio de no interferencia. Los motivos son diversos y más que contrastados: el shock cultural se materializa en un profundo trauma que distorsiona la percepción de la realidad arrojando a las civilizaciones en estados precarios de evolución a una dependencia que aborta irremediablemente su propio desarrollo.

Cierto es que en los estadios fundamentales de evolución la existencia es una experiencia salvaje y despiadada que desde estadios superiores sólo se puede contemplar con compasión y lástima y por eso mismo resulta aún más duro tener que aplacar un instinto tan básico como es a ciertos niveles el de la solidaridad, pero por difícil que sea no hay ninguna opción cuando se tiene la certeza de que acaba siendo a la larga del todo contraproducente, dilatando la agonía y provocando aún más sufrimiento y más dolor. Más tiempo perdido.

Por supuesto, la perfección no pertenece a ningún estadio de evolución si no que es más bien el motor del desarrollo y a pesar de que desde aquí la existencia se desenvuelve de forma mucho más plácida y sosegada, los grandes problemas atemporales, aunque mejor gestionados, siguen siendo grandes problemas y siguen estando presentes.

La conclusión es que, al fin y al cabo, cada uno parece estar donde debe estar y a la postre no hay ningún final deus ex machina que nos pueda librar a ninguno de nuestro destino. Harto difícil sería pensar que un habitante del mundo occidental en la tierra pudiera encontrar entre nosotros la felicidad ni el modo de resolver necesidades tan distintas y tan distantes.

Y es que la resolución de ciertos problemas, arroja en cierta forma a otros nuevos y aunque en tal proceso se vayan limando las asperezas con un medio siempre hostil, no hay naturaleza exenta de problemas por resolver. Sin embargo, nada de lo expuesto hasta ahora es óbice para que, de forma completamente inadvertida, se puedan dar pequeños empujones aquí y allá en los momentos y circunstancias precisas y siempre bajo la premisa de que cualquier tipo de contacto directo es, en casi todos los casos, contraproducente y por lo tanto contraindicado. Tales asuntos son tomados muy seriamente y gestionados de forma rigurosa, que no inflexible.

Para que pueda haber realmente una relación de mutuo enriquecimiento los niveles de desarrollo de las culturas han de ubicarse dentro de unas distancias concretas que permitan atenuar las consecuencias negativas. Mientras tanto, la tierra, como los isleños nativos del centinela del norte, seguirá su curso ajena de cuanto realmente la rodea hasta que llegue el momento propicio para ser mostrado y revelado ante los ojos de todos sus habitantes un sendero de armonía y coexistencia que, por lo menos hasta hoy, apenas algunos han podido inferir por sus propios medios. aunque haya sido reiterada y públicamente señalado.

Por el momento, esa pequeña isla en el océano de la galaxia llamada planeta tierra y sus habitantes, seguirán su curso sin inoportunas interferencias que no podrían hacer más que aplazar una espera que ya es a todas luces larga. Y con toda probabilidad es así como debe ser, sabiendo que es entre los suyos donde los seres humanos encuentran la razón y la satisfacción de su necesidades, ése es el único modo en que la vida encuentra sentido y el único sentido de la vida. Y es así como lo habitantes de la tierra observan, desde lo lejos, a los nativos del centinela del norte, mientras a su vez también son observados atentamente por otro centinela, más al norte aún.