LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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Hay muchas formas de llorar

Aquellos dos niños que un día habían sido amigos desaparecieron por el desagüe de la memoria, que tanto sirve para recordar como para olvidar.

Viendo las partículas en suspensión, ajenas a toda gravedad, Fermín recordó, o la ironía recordó por él, lo que Demócrito decía del alma. Y lo que Demócrito decía era que el alma es un cierto tipo de elemento caliente, de forma esférica, comparable a una de esas motas de polvo que se dejan ver gracias a la luz de las rendijas.

He aquí incontables almas bostezando en el aire, sonrió Fermín. Pero se le torció la sonrisa, en esa distancia corta que lleva a la mueca, cuando se imaginó a sí mismo como una mota de polvo esférica y caliente, sólo visible gracias a un fugaz venablo de luz. Ese dardo tenía nombre y se llamaba Ana.

Cuando falleció el marido de Ana, y eso había sucedido un año antes, a punto estuvo de darse de puñetazos en los ojos para hacerles llorar. Hasta que asumió la realidad de que no estaba triste y pidió perdón a Dios.

En el lenguaje de su tío, ser tonto era ser cobarde. Si eres bueno, Fermín, venía diciendo, es por tu cobardía y no por tu valor. Tu bondad empieza donde tu miedo.

El alma de Xistra, pensó, era como un carcaj de flechas llevado en bandolera por una amazona superviviente.

Hay quien introduce barco en una botella. También he visto quien mete escaleritas. Pero el arte que más cautiva es el de meterse uno mismo. Cuando la botella se seca y tú estás dentro, echas de menos no tener la compañía de un barquito o una escalerita. La vida, desde el fondo de la botella, es como el haz de luz de una linterna de policía en los ojos. A mí me costó mucho, muchísimo trabajo, alzar la mirada, quizá porque no tenía ningún interés en hacer esa ruta de regreso a la vida. Me daba más miedo la gente que la bebida.

Citas de "Ella, maldita alma" Manuel Rivas

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Sobre el reparto del miedo

Algo va muy mal cuando los ciudadanos temen a los políticos en vez de que los políticos teman a los ciudadanos.

La decadencia de Occidente. Oswald Spengler.

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Elegía a Ramón Sijé

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha 

muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien 

tanto quería.) 

Yo quiero ser llorando el hortelano 

de la tierra que ocupas y estercolas, 

compañero del alma, tan temprano. 

Alimentando lluvias, caracoles 

Y órganos mi dolor sin instrumento, 

a las desalentadas amapolas 

daré tu corazón por alimento. 

Tanto dolor se agrupa en mi costado, 

que por doler me duele hasta el aliento. 

Un manotazo duro, un golpe helado, 

un hachazo invisible y homicida, 

un empujón brutal te ha derribado. 

No hay extensión más grande que mi herida, 

lloro mi desventura y sus conjuntos 

y siento más tu muerte que mi vida. 

Ando sobre rastrojos de difuntos, 

y sin calor de nadie y sin consuelo 

voy de mi corazón a mis asuntos. 

Temprano levantó la muerte el vuelo, 

temprano madrugó la madrugada, 

temprano estás rodando por el suelo. 

 

No perdono a la muerte enamorada, 

no perdono a la vida desatenta, 

no perdono a la tierra ni a la nada. 

 

En mis manos levanto una tormenta 

de piedras, rayos y hachas estridentes 

sedienta de catástrofe y hambrienta 

Quiero escarbar la tierra con los dientes, 

quiero apartar la tierra parte 

a parte a dentelladas secas y calientes. 

 

Quiero minar la tierra hasta encontrarte 

y besarte la noble calavera 

y desamordazarte y regresarte 

Volverás a mi huerto y a mi higuera: 

por los altos andamios de mis flores 

pajareará tu alma colmenera 

de angelicales ceras y labores. 

Volverás al arrullo de las rejas 

de los enamorados labradores. 

 

Alegrarás la sombra de mis cejas, 

y tu sangre se irá a cada lado 

disputando tu novia y las abejas. 

Tu corazón, ya terciopelo ajado, 

llama a un campo de almendras espumosas 

mi avariciosa voz de enamorado. 

A las aladas almas de las rosas... 

de almendro de nata te requiero,: 

que tenemos que hablar de muchas cosas, 

compañero del alma, compañero.

Miguel Hernández.

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Juan Ramón Jiménez - Platero y yo

En el arroyo grande que la lluvia había dilatado hasta la viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla, perdida toda bajo su carga de hierba y de naranjas.

Una niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo ayudar con el empuje de su pechillo en flor al borricuelo, más pequeño, ¡ay!, y más flaco que Platero.

Y el borriquillo se despachaba contra el viento, intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta, al grito sollozante de la chiquilla.

Era vano su esfuerzo, como el de los niños valientes, como el vuelo de esas brisas cansadas del verano que se caen, en un desmayo, entre las flores.

Acaricié a Platero y, como pude, lo enganché a la carretilla, delante del borrico miserable.

Lo obligué, entonces, con un cariñoso imperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero y les subió la cuesta.

¡Qué sonreír el de la chiquilla!

Fue como si el sol de la tarde, que se quebraba, al ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le encendiese una aurora tras sus tiznadas lágrimas.

Con su llorosa alegría, me ofreció dos escogidas naranjas, finas, pesadas, redondas.

Las tomé, agradecido, y le di una al borriquillo débil, como dulce consuelo; otra a Platero, como premio áureo.

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Las cosas siempre se han hecho así...

«Un equipo de científicos colocó a cinco monos en una jaula y, en su interior, una escalera y, sobre ella, un montón de plátanos. Cuando uno de los monos subía a la escalera para coger los plátanos, los científicos lanzaban un chorro de agua fría sobre el resto. Después de algún tiempo, cuando algún mono intentaba subir, los demás se lo impedían a palos. Al final, ninguno se atrevía a subir a pesar de la tentación de los plátanos. Entonces, los científicos sustituyeron a uno de los monos.

Lo primero que hizo el nuevo fue subir por la escalera, pero los demás le hicieron bajar rápidamente y le pegaron. Después de algunos golpes, el nuevo integrante del grupo ya no volvió a subir por la escalera. Cambiaron otro mono y ocurrió lo mismo. El primer sustituto participó con entusiasmo en la paliza al novato. Cambiaron un tercero y se repitió el hecho. El cuarto y, finalmente, el último de los veteranos fueron sustituidos.

Los científicos se quedaron, entonces, con un grupo de cinco monos. Ninguno de ellos había recibido el baño de agua fría, pero continuaban golpeando a aquel que intentaba llegar a los plátanos. Si fuese posible preguntarle a alguno de ellos por qué pegaban a quien intentase subir a la escalera, seguramente la respuesta sería: “No sé, aquí las cosas siempre se han hecho así”».

La verdad se equivoca. Santiago Pitarch.

El libro se puede descargar gratuitamente AQUI por cortesía del autor.

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Cosas de fumadores

El fumador nunca espera: el fumador, fuma. Por eso cuando dejas de fumar te das cuenta de lo mucho que te hacen esperar y de lo mucho que te aburres.

Sospechas. Hermann Koch

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El clavo que sobresale es el que se lleva el martillazo

El clavo que sobresale es el que se lleva el martillazo

Deru kui wa utareru. En japonés viene a significar que el clavo que sobresale es el que se lleva el martillazo.

La estandarización de equipos humanos genera monotonía y reduce la diversidad de oportunidades e innovación a largo plazo.

Si alguna vez te han dicho que tú no estás aquí para pensar, piensa en ello.

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La inteligencia de la masa

La inteligencia de la criatura conocida como "muchedumbre" es igual a la raíz cuadrada del número de personas que la componen.

Terry Pratchett.

(No dejo de pensar en este aforismo desde lo del coronavirus)

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El desplazamiento de los impulsos humanos

Dividimos los impulsos humanos en tres grupos:

  1. Aquellos impulsos que pueden ser satisfechos con un esfuerzo mínimo.
  2. aquellos que pueden ser satisfechos pero sólo con el coste de un esfuerzo serio.
  3. aquellos que no pueden ser satisfechos adecuadamente,sin importar cuanto esfuerzo hagamos.

Cuantos más impulsos haya en el tercer grupo habrá más frustración, cólera, eventualmente derrotismo, depresión, etc.

En la sociedad industrial moderna los impulsos humanos naturales tienden a ser desplazados al primer y al tercer grupo, y el segundo grupo tiende a consistir cada vez más en impulsos creados artificialmente.

La sociedad industrial y su futuro. Theodore Kaczynski

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Lo que es la transición

La transición de la dictadura a la democracia consiste en convertir una pocilga en un piso turístico, pero sin echar a los cerdos.

Poder y resistencia. Ilja Trojanow.

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Cerebro y mente

"El cerebro es un sistema alejado del equilibrio, con interacciones y retroalimentaciones claramente no-lineales. Debe ser analizado, por consiguiente, desde el enfoque de la termodinámica del no-equilibrio. Como escribe el biólogo Aguilera, «en el cerebro, con multitud de 'componentes' (10 [elevado a] 11-10 [elevado a] 12 neuronas –no iguales–, cada una de las cuales viene a ser un microprocesador analógico...) y multitud de interconexiones sinápticas estructuradas entre ellas (en promedio, 10 [elevado a] 3-10 [elevado a] 4 conexiones por neurona), las señales se procesan en muchas redes de forma simultánea: es un sistema de procesamiento masivo de información en paralelo». El PDP (Proceso Distributivo en Paralelo) de la fisiología cerebral le otorga un poder fascinante característico de la no-linealidad. Las dificultades de simulación en el laboratorio se deben al hecho de que los ordenadores ordinarios son secuenciales y trabajan en forma seriada. Stuart Kauffman, que desarrolló las redes aleatorias de Boole, explicó las propiedades autoorganizativas de la materia. Son redes de procesamiento en paralelo (RPP). Lo cual tiene un valor mayúsculo para el origen y la evolución de la materia viva y la actividad mental."

Gonzalo Puente Ojea. Este texto apareció publicado en el libro "Opus minus".

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Hollywood

Estábamos en una ferretería.

"¿Sí?", preguntó el dependiente.

"Necesito una sierra", dijo Jon, "una motosierra eléctrica".

El empleado se dirigió a un expositor de pared y volvió con una cosa naranja.

"Esta es una Black and Decker, una de las mejores".

"¿Dónde va la cuchilla?", preguntó Jon. "¿Cómo se coloca?"

"Oh, es bastante fácil", dijo el empleado. Cogió una cuchilla y la colocó.

Jon la miró. La hoja tenía unos dientes muy grandes.

"Umm", dijo Jon, "esa no es exactamente la cuchilla que estaba buscando".

"¿Qué tipo de hoja quiere?", preguntó el dependiente.

Jon se lo pensó un momento. Luego dijo: "Algo para cortar trozos pequeños...".

"Ah", dijo el dependiente, "¿qué tal esto?".

Le tendió una cuchilla nueva. Tenía dientes finos, muy juntos, afilados.

"Sí", dijo Jon, "eso es lo que quiero. Eso servirá".

"¿Efectivo o tarjeta de crédito?", preguntó el dependiente.

 

De vuelta al coche para reanudar la huelga de hambre, le pregunté a Jon: "Esto no lo vas a hacer en serio, ¿verdad?"

"Por supuesto, voy a empezar por el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Para qué sirve?".

"Es el que se usa para pulsar la tecla 'a' en la máquina de escribir".

"Escribiré sin usar la 'a'".

"Escucha, amigo, ¿no hay forma de darle la vuelta a todo esto y olvidarlo?"

"No. En absoluto."

"¿Y vas a estar allí a las 9 de la mañana?"

"En el despacho de su abogado. Con esto en marcha. Lo haré a menos que se estrene la película".

Le creí. Fue la forma en la que lo dijo: una simple declaración de hechos sin tintes melodramáticos.

"¿Me esperarás antes de entrar en el despacho del abogado?"

"Sí, pero debes llegar a tiempo. ¿Llegarás a tiempo?"

"Llegaré a tiempo", dije. Condujimos de vuelta hacia Firepower.

 

"Hollywood", Charles Bukowski

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La puta de Babilonia

La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la Noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de herencias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristoloco el rabioso y a Pedropiedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contumaz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar.

Fernando Vallejo

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Johann Wolfgang von Goethe - Las desventuras del joven Werther

Si me preguntas cómo son las personas de este país, diré que son iguales a todas. ¡El género humano es una cosa tan monótona! Casi todos trabajan la mayor parte del tiempo para vivir y su poco tiempo libre les pesa de tal modo que buscan ahínco el medio de usarlo en algo. ¡Oh destino el del hombre!

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Cómo hablar con chicas en fiestas

La chica me miró con sus verdes ojos, parecía como si me mirara desde detrás de su propia máscara de Antígona, como si sus ojos de color verde pálido fueran un elemento independiente de la máscara, situado en algún lugar más profundo.

No puedes leer un poema sin que te cambie de alguna manera —me dijo—. Ellos lo escucharon y el poema les colonizó. Anidó en su interior, y sus ritmos se integraron en su manera de pensar; las imágenes transformaron sus metáforas; los versos, con la actitud y las aspiraciones que llevaban implícitas, se convirtieron en su vida. La próxima generación de niños nacería conociendo el poema y, al poco tiempo, dejaron de nacer niños. No eran necesarios, ya no. Sólo quedaba un poema, que se encarnaba y caminaba y se propagaba por todo el mundo conocido.

Me arrimé más a ella, hasta que noté su pierna contra la mía. No pareció disgustarle: me puso la mano en el brazo, con cariño, y sentí que una sonrisa afloraba a mis labios.

Hay lugares en los que somos bien recibidos —dijo Triolet—, y lugares en los que nos consideran una mala hierba, o una enfermedad, algo que hay que poner en cuarentena y eliminar de forma inmediata. Pero ¿dónde está la frontera entre el contagio y el arte?

No lo sé —respondí, sonriendo.

En la otra habitación, seguía sonando aquella desconocida música.

Triolet se inclinó hacia mí y... supongo que fue un beso. Supongo. En cualquier caso, apretó sus labios contra los míos y, después, satisfecha, se apartó, como si ya me hubiera puesto su sello.

¿Quieres que te lo recite? —me preguntó, y yo asentí con la cabeza, sin saber muy bien qué era exactamente lo que me estaba ofreciendo, pero convencido de que yo necesitaba cualquier cosa que ella quisiera darme.

Comenzó a susurrarme algo al oído. Eso es lo más extraño de la poesía: la reconoces como tal aunque no conozcas el idioma. Escuchas a Homero en griego y, aun sin entender una sola palabra, sabes que es poesía. He escuchado poemas en polaco y en esquimal, y sabía que eran poemas aun sin tener la más mínima noción de ninguna de esas dos lenguas. Con su susurro me pasaba lo mismo. No conocía aquella lengua, pero las palabras iban calando en mí, y, mentalmente, veía torres de cristal y diamante; y seres de ojos color verde pálido; y, bajo cada una de las sílabas, podía sentir el inexorable avance del océano.

Puede que la besara de verdad. No lo recuerdo. Sólo recuerdo que yo lo deseaba

Fragmento del relato Cómo hablar con chicas en fiestas de Neil Gaiman (2006)

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Corrupción de los sentimientos morales

"Esta disposición a admirar y casi a idolatrar a los ricos y poderosos, y a despreciar o como mínimo ignorar a las personas pobres y de modesta condición, aunque necesaria para establecer y mantener la distinción de rangos y el orden social, es al mismo tiempo la mayor y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales."

Adam Smith - Teoría de los sentimientos morales

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La chica del coño tonto

Es cierto que ella era y es todavía una mujer muy hermosa. Tenía un canal tan profundo a lo largo de la espalda que el sudor descendía hasta sus nalgas sin que se le mojara ni el vestido ni el cinturón. También ella era rara. No acabó nunca de aprender a ser amable ni siquiera consigo misma —lo más elemental de la vida—. Pero siempre fue como la esencia de un perfume caro que quema todo lo que toca. En realidad, como todas las mujeres juiciosas, tenía un coño extraordinariamente estúpido.

Paisaje pintado con té. Milorad Pavic.

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La muerte roja

Durante mucho tiempo, la "Muerte Roja" había devastado la comarca. Jamás peste alguna fue tan fatal, tan horrible. Su encarnación era la sangre: el rojo y el horror de la sangre. Se producían dolores agudos, un repentino vértigo, luego los poros rezumaban abundante sangre, y la disolución del ser. Manchas púrpuras en el cuerpo y particularmente en el rostro de la víctima, segregaban a ésta de la humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la énfermedad eran cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, llamó a un millar de amigos fuertes, vigorosos y alegres de corazón, escogidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos formó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, creación del propio príncipe, de gusto excéntrico y, no obstante, grandioso. La rodeaba un espeso y elevado muro, y este muro tenía puertas de hierro. Una vez que entraron en ella los cortesanos, se sirvieron de hornillos y de mazas para soldar los cerrojos. Resolvieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior y cerrar toda salida a los frenesíes del interior. La abadía fue abastecida ampliamente. Gracias a estas precauciones, los cortesanos podían desafiar al contagio. Que el mundo exterior se las compusiera como pudiese. Entretanto, sería una locura afligirse o meditar. El príncipe había provisto aquella morada de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, hermosura en todas sus formas, y había también vino. Dentro, había todas estas bellas cosas, y además, seguridad. Fuera, la "Muerte Roja".

La máscara de la muerte roja, Edgar Allan Poe (1842)

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Mary Shelley - Frankenstein

Tú, mi creador, quisieras destruirme, y lo llamarías triunfar. Recuérdalo, y dime, pues, ¿Por qué debo tener yo para con el hombre más piedad de la que él tiene para conmigo? 

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Profecía en la Tierra Media

Muchas esperanzas se marchitarán en esta amarga primavera.

El señor de los anillos. J.R.R. Tolkien

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¿Es que a ti no te quiere nadie?

—Lo único que importa en la vida —prosiguió el hombre—, es llegar a ser alguien, llegar a tener algo. Quien llega más lejos, quien tiene más que los demás recibe lo demás por añadidura: la amistad, el amor, el honor, etcétera. Tú crees que quieres a tus amigos. Vamos a analizar esto objetivamente.

El hombre gris expulsó unos cuantos anillos de humo. Momo escondió sus pies desnudos debajo de la falda y se arrebujó todo lo que pudo en su gran chaquetón.

—Surge en primer lugar la pregunta siguiente —prosiguió el hombre gris—: ¿De qué les sirve a tus amigos el que tú existas? ¿Les sirve para algo? No. ¿Les ayuda a hacer carrera, a ganar más dinero, a hacer algo en la vida? Decididamente no. ¿Los apoyas en sus esfuerzos por ahorrar tiempo? Al contrario. Los frenas, eres como un cepo en sus pies, arruinas su futuro. Puede que hasta ahora no te hayas dado cuenta de ello, Momo, pero lo cierto es que, por el mero hecho de existir, dañas a tus amigos. En realidad, y sin quererlo, eres su enemiga. ¿Y a eso le llamas tú quererlos?

Momo no sabía qué contestar. Nunca antes había visto las cosas de este modo. Durante un instante tuvo la duda de si no tendría razón el hombre gris.

—Y por esto —prosiguió el hombre gris— queremos proteger a tus amigos de ti. Y si realmente los quieres, nos ayudarás. No podemos estarnos con los brazos cruzados viendo cómo los apartas de todas las cosas importantes. Queremos que lleguen a ser algo. Queremos lograr que los dejes en paz. Y por eso te regalamos todas estas cosas bonitas.

—¿Quiénes sois “nosotros”? —preguntó Momo, a quien le temblaban los labios.

—Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo —respondió el hombre gris—. Yo soy el agente n.º BLW/553/c. Personalmente no quiero más que tu bien, porque la caja de ahorros de tiempo no está para bromas.

En ese momento, Momo se acordó de lo que le habían dicho Gigi y Beppo sobre ahorrar tiempo y contagio. Le sobrevino la oscura intuición de que aquel hombre gris tenía algo que ver con el asunto. Deseaba desesperadamente que sus dos amigos estuvieran a su lado. Nunca antes se había sentido tan sola. Pero decidió no dejarse intimidar. Reunió toda su fuerza y todo su valor y se lanzó a la oscuridad y al vacío tras el que se ocultaba el hombre gris.

Éste había observado a Momo por el rabillo del ojo. No le habían pasado desapercibidos los cambios en la cara de ella. Sonrió con ironía, mientras encendía un nuevo cigarro con la colilla del anterior.

—No te esfuerces —dijo—, con nosotros no puedes.

Momo no cedió.

—¿Es que a ti no te quiere nadie? —preguntó con un susurro.

Momo ( 1973) de Michael Ende

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La última noche

Walter Such era traductor. Le gustaba escribir con una pluma estilográfica verde que tenía por costumbre dejar suspendida en el aire después de cada frase, casi como si su mano fuera un artefacto mecánico. Podía recitar frases de Blok en ruso y luego dar la traducción alemana de Rilke, resaltando la belleza de las palabras. Era un hombre sociable pero también quisquilloso, que tartamudeaba un poco al principio y que vivía con su mujer de un modo satisfactorio para ambos. Pero Marit, su mujer, estaba enferma.

Ahora estaba sentado con Susanna, una amiga de la familia. Por fin, oyeron bajar a Marit y la vieron entrar en la sala. Llevaba un vestido de seda rojo que la hacía parecer seductora, con sus pechos sueltos y su melena oscura. En las cestas blancas de alambre que tenía en el armario había pilas de prendas dobladas, ropa interior, de deporte, camisones, los zapatos remetidos debajo, en el suelo. Cosas que ya no iba a necesitar. También joyas, brazaletes y collares, y un joyero lacado donde guardaba todos sus anillos. Había estado revolviéndolo largo rato y elegido algunos. No quería que sus dedos, ahora huesudos, se vieran desnudos.

—Estás mu-muy guapa —dijo su marido.

—Me siento como si fuera mi primera cita. ¿Estáis tomando una copa?

—Sí.

—Creo que tomaré algo yo también. Con mucho hielo —dijo.

Se sentó.

—No tengo energías —continuó—, eso es lo más horrible. Nada de nada. Me he quedado sin fuerzas. Ni siquiera me gusta levantarme y andar un poco.

—Debe de ser muy duro —opinó Susanna.

—Ni te lo imaginas.

Walter volvió con la copa y se la tendió a su mujer.

—Felices días —dijo ella. Luego, como si de repente recordara, les sonrió. Una sonrisa aterradora. Parecía indicar justo lo contrario.

Era la noche que habían elegido. En un plato, dentro de la nevera, estaba la jeringuilla. Su médico les había proporcionado el contenido. Pero antes una cena de despedida, si ella se veía capaz. Pero que no fueran ellos dos solos, había dicho Marit. Cosas del instinto. Se lo habían preguntado a Susanna en vez de a otra persona más próxima y afligida, como la hermana de Marit, con la cual, de todos modos, ella no mantenía buenas relaciones, o algún otro amigo de más edad. Susanna era más joven. Tenía la cara ancha y una frente alta y despejada. Parecía la hija de un profesor o un banquero, ligeramente díscola. Una guarra, había comentado de ella uno de sus amigos, no sin cierta admiración.

Susanna, que llevaba una falda corta, estaba ya un poco nerviosa. Era difícil fingir que sería una cena como cualquier otra. Le costaría mostrarse natural y desenvuelta. Había llegado cuando empezaba a caer la tarde. La casa con sus ventanas iluminadas —parecía que lo estaban todas las habitaciones— destacaba entre las demás como si allí se celebrase algún festejo.

Marit contempló los objetos de la sala, las fotografías con marco plateado, las lámparas, los tomos grandes sobre surrealismo, paisajismo o casas de campo que siempre había querido sentarse a leer, las sillas, incluso aquella alfombra de bello color apagado. Lo miró todo como si estuviera haciendo inventario cuando, de hecho, no significaba nada para ella. El pelo largo de Susanna y su lozanía sí significaban algo, aunque no estaba segura de qué.

Ciertos recuerdos es lo que uno lleva consigo durante mucho tiempo, pensó, recuerdos anteriores incluso a Walter, de cuando era una niña. Su casa, no esta sino la primera con la cama de su infancia, la ventana del rellano desde la que contemplaba las tormentas de invierno, su padre inclinado sobre ella para darle las buenas noches, la luz de una lámpara a la que su madre acercaba la muñeca para ajustarse una pulsera.

Esa casa. El resto era menos denso. El resto era una novela larga muy parecida a su vida; uno pasaba por ella sin pensar y, de repente, un día terminaba: las manchas de sangre.

—He tomado muchos de estos —reflexionó Marit.

—¿Te refieres a la bebida? —preguntó Susanna.

—Sí.

—A lo largo de los años, quieres decir.

—Sí, de los años. ¿Qué hora es ya?

—Las ocho menos cuarto —dijo su marido.

—¿Vamos?

—Como quieras —dijo él—. No hay prisa.

—No quiero ir con prisas.

De hecho, tenía pocos deseos de ir. Era dar un paso más.

—¿Para qué hora reservaste mesa? —preguntó.

—Podemos ir cuando queramos.

—Entonces, en marcha.

Era en el útero y desde allí había subido hasta los pulmones. Al final, ella lo había aceptado. Más arriba del cuello recto de su vestido la piel, pálida, parecía irradiar oscuridad. Ya no se parecía a sí misma. Lo que fue había desaparecido, le había sido arrebatado. El cambio era terrible, sobre todo en el rostro. Ahora tenía una cara que era para la otra vida y para quienes encontrara allí. A Walter le costaba recordar cómo había sido en otro tiempo. Era una mujer casi diferente de aquella a quien había prometido asistir cuando llegara el momento.

Susanna ocupó el asiento trasero del coche. Las calles estaban desiertas. Pasaron frente a casas en cuya planta baja se veía una luz palpitante, azulada. Marit iba en silencio. Sentía tristeza pero también una especie de confusión. Estaba tratando de imaginar lo que pasaría el día de mañana, sin ella allí para verlo. No pudo imaginárselo. Era difícil pensar que el mundo seguiría existiendo.

En el hotel aguardaron junto a la barra, que estaba muy animada. Hombres sin chaqueta, chicas charlando o riendo ruidosamente, chicas ajenas a todo. En las paredes había grandes carteles franceses, viejas litografías en marcos oscuros.

—No reconozco a nadie —comentó Marit—. Por suerte —añadió.

Walter había visto a una pareja a la que conocían, los Apthall.

—No mires —dijo—. No nos han visto. Conseguiré una mesa en la otra sala.

—¿Nos han visto? —preguntó Marit cuando estuvieron sentados—. No tengo ganas de hablar con nadie.

—Aquí estamos bien —dijo él.

El camarero llevaba un delantal blanco y una pajarita negra. Les pasó el menú y una carta de vinos.

—¿Quieren que les traiga algo para beber?

—Desde luego, sí —dijo Walter.

Estaba mirando la carta con sus precios en orden más o menos ascendente. Había un Cheval Blanc por quinientos setenta y cinco dólares.

—¿Tienen este Cheval Blanc?

—¿El de mil novecientos ochenta y nueve? —preguntó el camarero.

—Sí, tráiganos una botella.

—¿Qué es Cheval Blanc? ¿Vino blanco? —preguntó Susanna cuando el camarero se hubo alejado.

—No, tinto —repuso Walter.

—¿Sabes?, has sido muy amable acompañándonos —le dijo Marit a Susanna—. Es una noche muy especial.

—Sí.

—Normalmente no pedimos vinos tan buenos —explicó ella.

Habían comido allí a menudo, los dos, habitualmente cerca de la barra, con sus relucientes hileras de botellas. Nunca habían pedido un vino más caro de treinta y cinco dólares.

¿Cómo se encontraba?, le preguntó Walter mientras esperaban. ¿Se encontraba bien?

—No sé cómo expresar cómo me siento. Estoy tomando morfina —le dijo ella a Susanna—. La cosa funciona, pero… —Dejó la frase sin terminar—. Hay muchas cosas que no tendrían que pasarle a una —concluyó.

La cena transcurrió casi en silencio. Era difícil hablar despreocupadamente. Sin embargo, tomaron dos botellas de aquel vino. Nunca volvería a beber nada tan bueno, pensó Walter sin poder evitarlo. Sirvió a Susanna lo que quedaba de la segunda botella.

—No —dijo—, deberías tomarlo tú. Te toca a ti.

—Ya ha bebido bastante —intervino Marit—. Pero era bueno, ¿verdad?

—Fabuloso.

—Hace que te des cuenta de cosas… no sé, de ciertas cosas. Habría sido estupendo beber siempre este vino. —Lo dijo de un modo que resultó tremendamente conmovedor.

Empezaban a sentirse mejor. Después de estar un rato más a la mesa, fueron hacia la salida. En la barra aún había mucho bullicio.

Marit miró por la ventanilla mientras volvían en coche. Estaba cansada. Iban a casa. El viento agitaba la copa de los árboles en sombra. En el cielo había nubes azules, brillantes como si fuera de día.

—Hace una noche muy bonita, ¿verdad? —comentó Marit—. Estoy asombrada. ¿Me equivoco?

—No. —Walter carraspeó—. Muy bonita.

—¿Te has fijado? —preguntó ella a Susanna—. Seguro que sí. ¿Cuántos años tienes? Lo he olvidado.

—Veintinueve.

—Veintinueve —repitió Marit. Se quedó callada unos momentos—. No hemos tenido hijos —prosiguió al cabo—. ¿Te gustaría tener hijos?

—Oh, a veces creo que sí. No he pensado demasiado en ello. Para eso supongo que primero tienes que casarte.

—Ya te casarás.

—Quizá.

—Podrías casarte cuando quisieras —dijo Marit.

Estaba cansada cuando llegaron a la casa. Fueron a sentarse al salón como si hubieran vuelto de una gran fiesta pero aún no quisieran acostarse. Walter pensaba en lo que se avecinaba, la luz de la nevera encendiéndose al abrir la puerta. La aguja de la jeringuilla era afilada, la punta de acero inoxidable cortada al sesgo y como una cuchilla de afeitar. Tendría que introducírsela en la vena. Trató de no pensar más en ello. Ya se las apañaría. Cada vez estaba más nervioso.

—Me acuerdo de mi madre —dijo Marit—. Al final quiso contarme cosas, cosas que habían pasado cuando yo era joven. Rae Mahin se había acostado con Teddy Hudner. Anne Herring también. Las dos estaban casadas. Teddy Hudner no estaba casado. Trabajaba en publicidad y jugaba mucho al golf. Mi madre siguió habla que te habla, sobre quién se había acostado con quién. Eso fue lo que quiso contarme al final. Por supuesto, en aquella época, Rae Mahin era un monumento.

Luego dijo:

—Creo que me voy arriba.

Se levantó.

—Estoy bien —le dijo a su marido—. No subas todavía. Buenas noches, Susanna.

Cuando se quedaron a solas, Susanna dijo:

—He de irme.

—No, por favor. Quédate.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo —dijo.

—Por favor, quédate. Dentro de nada voy a subir, pero cuando baje no podré estar solo. Te lo ruego.

Silencio.

—Susanna.

Guardaron silencio.

—Ya sé que le has dado muchas vueltas —dijo ella.

—Desde luego.

Minutos después, Walter miró el reloj; empezó a decir algo pero se calló. Al cabo de un rato, volvió a mirar el reloj y salió de la sala.

La cocina tenía forma de L, anticuada y sin criterio, con un fregadero esmaltado en blanco y armarios de madera pintados muchas veces. En veranos pasados habían hecho conservas cuando en la escalera de la estación vendían cajas de fresas, fresas inolvidables, su fragancia como de perfume. Aún quedaban unos tarros. Fue a la nevera y abrió la puerta.

Allí estaba, con sus rayitas grabadas en los costados. Contenía diez centímetros cúbicos. Trató de pensar la manera de no seguir adelante. Si dejaba caer la jeringuilla, si se rompía… podría decir que le había temblado la mano.

Sacó el platillo y lo cubrió con un paño de cocina. Así era peor. Retiró el paño y cogió la jeringuilla, sosteniéndola de varias maneras, para finalmente casi esconderla pegada a la pierna. Se sentía liviano como una hoja de papel, desprovisto de fuerzas.

Marit se había preparado. Se había puesto un camisón de raso color marfil, muy abierto en la espalda, y maquillado los ojos. El camisón que llevaría en la otra vida. Había hecho un esfuerzo por creer en un mundo después de este. La travesía se hacía en barca, algo que los antiguos sabían con certeza. Parte de un collar de plata descansaba sobre su clavícula. Estaba fatigada. El vino había hecho efecto, pero ella no se sentía serena.

Walter se detuvo en el umbral, como si esperara autorización. Ella lo miró sin hablar. Vio que tenía la jeringuilla en la mano. El corazón le latía alocadamente pero estaba decidida a que no se le notara.

—Bueno, cariño —dijo.

Walter intentó responder. Vio que se había pintado los labios; su boca parecía oscura. Había dispuesto sobre la cama algunas fotografías.

—Entra.

—No, ahora vuelvo —acertó a decir él.

Bajó corriendo. Iba a flaquear: necesitaba un trago. El salón estaba vacío. Susanna se había marchado. Nunca se había sentido tan absolutamente solo. Fue a la cocina y se sirvió un vaso de vodka, inodoro y transparente. Lo bebió de un trago. Volvió a subir lentamente y se sentó en la cama al lado de su mujer. El vodka lo estaba emborrachando. Se sentía como si fuera otra persona.

—Walter —dijo ella.

—¿Sí?

—Esto que hacemos es lo correcto.

Le tocó la mano. Eso, de algún modo, lo asustó, como si pudiera ser una invitación a irse con ella.

—¿Sabes? —dijo Marit con voz serena—, te he querido tanto como jamás he querido a nadie en el mundo… Suena muy sensiblero, ya sé.

—¡Ah, Marit! —exclamó él.

—¿Tú me querías?

A Walter se le revolvió el estómago.

—Sí —dijo—. ¡Sí!

—Cuídate mucho.

—Sí.

En realidad gozaba de buena salud; estaba un poco más grueso de la cuenta, pero aun así… Su prominente abdomen de erudito estaba cubierto por una capa de suave vello oscuro, sus manos y uñas siempre cuidadas.

Ella se inclinó para abrazarlo. Lo besó. Dejó de sentir miedo durante un instante. Volvería a vivir, volvería a ser joven como lo había sido. Extendió el brazo. En su cara interna eran visibles dos venas gris verdoso. Él empezó a apretar para levantarlas. Ella no miraba.

—¿Recuerdas cuando yo trabajaba en Bates y nos vimos por primera vez? —preguntó Marit—. Lo supe enseguida.

La aguja fluctuó mientras él trataba de situarla.

—Tuve suerte —añadió ella—. Tuve mucha suerte.

Él apenas respiraba. Esperó, pero ella no dijo nada más. Casi sin dar crédito a lo que estaba haciendo, introdujo la aguja —no costó nada— y procedió a inyectar el contenido de la jeringuilla. La oyó suspirar. Tenía los ojos cerrados cuando se tumbó con expresión apacible. Había subido a bordo. Dios mío, pensó él, Dios mío. La había conocido cuando ella tenía ventipocos años, las piernas largas y el alma inocente. Ahora la había deslizado bajo el flujo del tiempo, como en un sepelio marino. Su mano aún estaba caliente. Se la llevó a los labios. Luego subió la colcha para taparle las piernas. La casa estaba increíblemente serena. El silencio se había adueñado de ella, el silencio de un acto fatídico. No oyó que soplara viento.

Bajó lentamente la escalera. Le sobrevino una sensación de alivio, de tremendo alivio y tristeza. Fuera, las monumentales nubes azules llenaban la noche. Se quedo allí de pie unos minutos, y entonces vio a Susanna sentada en su coche, inmóvil. Ella bajó la ventanilla al acercarse él.

—No te has ido —dijo Walter.

—Era incapaz de quedarme en la casa.

—Ya está. Entra. Voy a tomar una copa.

Estuvieron en la cocina, ella de pie con los brazos cruzados, una mano en cada codo.

—No ha sido horrible —decía él—. Es solo que me siento… no sé.

Bebieron de pie.

—¿De veras quiso ella que yo viniera? —preguntó Susanna.

—Cariño, fue sugerencia suya. Ella no sabía nada.

—Me extraña.

—Créeme. Nada.

Susanna dejó su vaso.

—No, tómatelo —dijo él—. Te hará bien.

—Tengo una sensación rara.

—¿Rara? ¿No tendrás ganas de vomitar?

—No sé.

—No vomites. Ven. Espera, te daré un vaso de agua.

Ella se concentró en respirar con regularidad.

—Estarás mejor si te tumbas un rato —afirmó él.

—No; me encuentro bien.

—Ven.

La llevó —ella con su falda corta, su blusa— a una habitación contigua a la puerta principal y la hizo sentar en la cama. Ella tomaba aire a inspiraciones cortas.

—Susanna.

—Qué.

—Te necesito.

Lo oyó a medias. Su cabeza estaba echada hacia atrás como la de una mujer que suspira por Dios.

—No debería haber bebido tanto —murmuró.

Él empezó a desabrocharle la blusa.

—No —dijo ella, tratando de abotonársela.

Ya le estaba desabrochando el sostén. Emergieron sus impresionantes pechos. No podía dejar de mirarlos. Los besó apasionadamente. Ella notó que la apartaba un poco para retirar la colcha que cubría las sábanas blancas. Intentó decir algo, pero él le puso la mano en la boca y la hizo tumbar. Empezó a devorarla, estremeciéndose como de miedo hacia el final y estrechándola con fuerza entre sus brazos. Los venció un sueño profundo.

Muy de mañana, la luz era diáfana y de un brillo intenso. La casa, que obstaculizaba su paso, se volvió más blanca todavía. Destacaba entre las casas vecinas, pura y serena. La sombra fina de un olmo alto que había al lado parecía dibujada a lápiz en su fachada. Detrás estaba el amplio césped por el que Susanna había paseado durante un recorrido organizado de jardines particulares el día que él la vio por primera vez, alta y de buen talle. Una imagen que había sido incapaz de borrar, aunque lo otro había empezado más tarde, cuando Susanna ayudó a Marit a reorganizar el jardín.

Se sentaron a tomar café. Eran cómplices, despiertos desde hacía poco, sin mirarse demasiado el uno al otro. Walter, sin embargo, la estaba admirando. Sin maquillar era todavía más atractiva. No se había peinado la melena. Se la veía muy accesible. Tendría que hacer algunas llamadas, pero él no pensaba en eso. Era demasiado pronto. Pensaba en días venideros. Mañanas futuras. Al principio casi no oyó el rumor a su espalda. Fue una pisada, y luego otra (Susanna palideció), a medida que Marit bajaba tambaleante por la escalera. El maquillaje de su cara estaba agrietado y el carmín mostraba fisuras. Walter se quedó mirándola sin dar crédito a sus ojos.

—Algo no funcionó —dijo ella.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Walter estúpidamente.

—No; debiste de hacerlo mal.

—Oh, Dios —murmuró él.

Ella se sentó en el escalón inferior. No parecía haber reparado en Susanna.

—Yo creía que ibas a ayudarme —dijo, y rompió a llorar.

—No entiendo qué ha pasado —contestó él.

—Todo mal —insistió Marit. Y a Susanna—: ¿Todavía estás aquí?

—Me iba a marchar ahora.

—No lo entiendo —dijo otra vez Walter.

—Tendré que empezar de nuevo —se lamentó Marit.

—Lo siento —se disculpó él—, lo siento mucho.

No se le ocurrió otra cosa que decir. Susanna había ido a buscar su ropa. Se marchó por la puerta principal.

Así fue como Walter y Susanna se separaron, tras ser descubiertos por Marit. Se vieron dos o tres veces con posterioridad, a instancias de él, pero no sirvió de nada. Lo que sea que une a las personas había desaparecido. Ella le dijo que no podía evitarlo. Que las cosas eran así.

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Somos una generación que nunca volverá - anónimo

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Una generación que caminó a la escuela y luego regresó.

Una generación que hizo los deberes sola para salir lo antes posible a jugar a la calle.

Una generación que pasaba todo su tiempo libre en la calle con sus Amigos.

Una generación que jugaba a las escondidas cuando oscurecía.

Una generación que hacía tortas de barro.

Una generación que coleccionó tarjetas deportivas.

Una generación que encontró, recogió y lavó y devolvió botellas de coca-cola vacías al supermercado local por 5 centavos cada una, luego compró un Mountain Dew y una barra de chocolate con el dinero.

Una generación que fabricaba juguetes de papel con sus propias manos.

Una generación que compró discos de vinilo para tocar en tocadiscos.

Una generación que recopiló fotos y álbumes de recortes.

Una generación que jugaba juegos de mesa y cartas en los días de lluvia.

Una generación cuya televisión se apagó a la medianoche después de tocar el Himno Nacional.

Una generación que tuvo padres que estuvieron ahí.

Una generación que se reía bajo las sábanas de la cama para que los padres no supieran que aún estábamos despiertos.

Me encantaba crecer cuando lo hice.

menéame