Yo nací aquel día señalado de los Idus de marzo ¿saben?, un día grande y luminoso, fecha así tan importante que era el día en que nacían los mismos años. Mala suerte que eso fuera en otro tiempo y mala que en mi caso cayera solo en martes, un día martes como otro día cualquiera de aquellos que llegaron despidiendo ya a un invierno chato y ordinario, frío como todos.
Y ahora, aunque ha pasado mucho tiempo, aún parece que la veo y que la espero todavía, pienso que se acerca y me abriga su presencia, apuesto a que sonríe y ya solo deseo volver a ser muñeco. Llega y es la misma, la misma reina hermosa y derramada, aquella mujer chispa meciéndome en la brisa del consuelo.
—Pero míralo —decía—. ¡Ay mi niño, que la gente ya se escapa del cielo para verte! Cuchi, ea ea, cuchi cuchicús… Angelito es lo que eres… ¡guapo!
—¡Un santo por un demonio! —replicó mi madre—. Por un demonio Amalia, que eso es lo que llevas en tus brazos. ¡Ay Señor, dos meses en cama y sin poder cuidar a padre, sin poderlo despedir cuando el pobre se moría! ¡Pero qué desgracia más grande Dios mío, que dejándonos a esto nos has quitado a un santo!
—No diga usted eso señora —protestaba Amalia—, que a su padre lo cuidaban ya muchas mujeres y el señor Sandalio no se murió solo… Además la criatura es inocente, que tiene un niño preciosísimo, una bendición señora, no diga usted eso.
Una, una sola madre hubo en aquel tiempo renegada de su gracia. Una sola, suerte fue que me tocara. En fin, las cosas vienen como vienen y ya no sirve darle vueltas, eso dicen y por eso no me quejo… Por eso y porque madre también era inocente ¿eh? ¿Pues qué pudo hacer ella ante la inquina del destino siendo así tan frágil? No, ella no tuvo la culpa, aquello vino a cuenta de un suceso doble, repentino y luctuoso: un mal frío que prendió la pulmonía del abuelo y una mano negra que avivó su muerte aquel once de marzo, justo el viernes once, a escasos cuatro días del parto y con ella echada en cama sin poder cuidarlo. Y eso fue lo que quebró el ánima de madre, la muerte inesperada del abuelo, su adorado padre y hombre virtuoso por quien ella profesaba verdadera devoción. Oigan lo que oigan esa fue la causa.
Comprenderán que al poco mi visita, tan cercana como inoportuna, despertara en ella un gran rechazo ante el cambio desigual del uno por el otro que los cielos le infringieron. Era injusto y lo tomó muy mal. Y no era para menos, aquello fue un brutal hachazo sobre prenda delicada, un suplicio montado en el tormento, áspero castigo que escarbaba en su mirada pozos de amargura y aflicción. Madre no pudo con ello y cayó en la pesadumbre. Y esto hay que entenderlo, cambiaba así de golpe la dulce compañía de un padre venerado por mi pérfida presencia, trueque asaz descompensado, un santo por un demonio como siempre ella decía.
―¿A qué viene tanto alboroto Amalia? ¿Pero es que ni rezar en paz puede ya una? Anda, sácate al demonio un rato por la calle… ¡que la casa está de luto!
—Voy señora, voy, ya voy... Es que acaba de mamar y el angelito está contento... Ea, ea, cuchi… Ale tesoro, que nos vamos a la calle a ver si anda jugando por ahí el Adolfito, que a mi niño le alegra mucho verlo, ¿a que sí mi cielo? Ea ea, cuchi cuchicús…
De modo que no encontrando otro consuelo a aquel acoso sentenció ya mi presencia como un agravio infecto del que había de apartarse. Solo verme alborotaba sus sentidos y su alma atribulada se anegaba de vahídos lastimeros, congojas que la hacían aferrarse más a aquel fervor por la memoria de su padre, mi difunto abuelo, nuestro santo arrebatado. Y no era de extrañar pues eso mismo haríamos todos, apartarnos de las llamas ¿noo? Añadan que además y provocado por Amalia a la alegría mis risas se clavaban inclementes en su duelo. Una y otra vez, una y otra cada día. E ignorante al daño que causaba me mantuve allí a su lado hurgando más y más en su calvario.
Natural que así quisiera apartarse de mi influjo pernicioso, buscar algún refugio donde acomodar la intimidad de su fervor y su desdicha. Y no era fácil, pero madre lo encontró. O acaso no, acaso fuera allí el abuelo el que acudió a indicarlo; eso no lo sé, pero alguien daría el paso que condujo a que pusiera en ese cuarto un santuario, capilla inaccesible para todos y morada virtuosa para ella, solo para ella, su altar privado a la memoria de aquel santo. Tomada así la decisión convocó a los de la casa, señaló allí el cuarto, señaló la llave, prohibió tajante la entrada para todos y guardándose la llave clausuró aquel cónclave. Después entró al cuarto entrando allí también a la faena.
―Amalia, deja lo que hagas y caliéntame un barreño, después te vas donde la Petra y me traes… ¡Pero haz callar a ese demonio por Dios! Ay Señor… pues te traes dos jabones, hilo negro y un frasco de azahar. Y venga, que ya está anocheciendo.
―Sí señora, dejo puesto el agua y ya nos vamos… Chsss, ea ea, chsss... Mi niño se va a venir conmigo a ver a la tía Petra, ¿a que sí mi rey? Ea, chsss, ea ea… Está oscurito pero allí con mi tesoro se nos va a iluminar la plaza. Ea ea, chsss, cuchi cuchicús…
Aplicada madre a su reforma pareció cobrar de nuevo el ánimo. Dicen que limpió y limpió sobre lo limpio asustando incluso al polvo que esperaba fuera para entrar más tarde, que lavó mantas y telones, repasó muebles y enseres, preparó hornacinas en el hueco de alacena y fregó hasta el último rincón con aguas de azahar y de romero. Después pasó a ordenar sus cosas al armario y los estantes, abrillantó los bronces de la cama y adecuó la cómoda para servir de altar. Y esparciendo ya por último en la pieza agua bendita repartió por hornacinas los recuerdos del abuelo dejando expuesto su retrato sobre altar de cómoda. Todo en cinco días, tiempo regalado de mostrarnos su persona en las idas y venidas del trasiego, tregua a sus retiros de amargura y algo en cualquier caso extraordinario, ya que al ocupar su eremitorio casi no volvimos luego a verla.
Y así pasó a pasar su tiempo entregada al culto de aquel santo, mi difunto abuelo y su padre venerado. Allí bordaba adornos y guirnaldas que ofrecía al augusto, componía para él loas y alabanzas y honraba su memoria reafirmando cada día vocación, entrega y credo. Aspirando así a emular la imagen de aquel fausto escalaba ella las cimas de virtud más elevada, y todo en aquel templo evocaba adoración. Su fervor solo ascendía y ascendía. Y tanto y tanto se afianzó en su devoción que fue sin duda inspiración sagrada lo que ese día condujo a madre a cortarle la cabeza al bueno de Adolfito.
Encomienda de sagrado, concluyeron. Qué triste, pobre e infeliz amigo, siempre que me acuerdo de Adolfito lo lamento… Y no es que me consuele, pero supe años más tarde que la interceptaron con el hacha en una mano, la cabeza del pobre desgraciado goteando suspendida de la otra, y un reclamo irrenunciable rebosándole los labios.
—¡El otro, el otro… ¿dónde está el otro demonio?!—, dicen que decía.
—¡No, eso no señora! ¡¡Mi niño nooo…!!—, debió gritar Amalia tomando apresurada la calleja hacia la plaza conmigo entre sus brazos.
Siempre me dijeron que fue una madre dulce y entregada, que así había sido con los tres mayores, los que no tuvieron el mal gusto de llegar inoportunos ni el capricho de asomarse al cuarto. Vale, ya sé que estas cosas no se saben; pero vaya, pobre desdichado, perder la vida sin haber gastado el tiempo, qué pena me da cuando pienso en Adolfito. Siempre que me acuerdo lo lamento. En fin, el asunto no tiene remedio y conviene pasar página, olvidarse ya de aquello y avanzar. El agua pasada no muele ya nada, eso dicen y por eso no me quejo, no me quejo… pero entiendan que aunque no llegara yo a tratarlo como hicieron todos en la casa, cada vez que alguien menciona no haber vuelto a probar gato tan tierno y tan sabroso pienso en Adolfito y lo lamento.