Si los humanos tuviesen que atravesar un mar muy profundo para salir al espacio exterior, estarían cuesta arriba a pesar de la tecnología con la que cuentan. No han podido superar la presión altísima que supone la odisea, y, si por eso fuese, condenados se quedarían vivir en la prisión de su casa, sin la posibilidad de cumplir sueños fantasiosos de libertad en el espacio interestelar.
Pero no es el hecho. El humano vive en la corteza terrestre y desde allí practica saltos inquisitivos hacia donde quiere. Un día va al fondo del mar, hasta donde aguanta; otro, al interior de la tierra, hasta donde puede; otro, al espacio exterior hasta donde su tecnología lo manda. Tantos metros debajo del mar, tantos entre la tierra; un día a la luna, otro a Marte (¡sí, hasta acá!), así sea mediante sondas. Y si no va a algún lado, se detiene en la Estación Espacial Internacional que orbita la Tierra. Vuela.
Aparte la mencionada presión marina, el humano tiene también impedimentos para ahondar entre los hielos eternos. Contra lo inhóspito y duro del clima se ha visto limitado. Sobre lo contrario, respecto de las altas temperaturas, razona que el centro de la Tierra es un núcleo ardiente, magma volcánica, y ni siquiera sueña tecnológicamente con aproximarse. Pero, en fin, posee una libertad, un privilegiado espacio para abrir sus alas y ensayar sueños.
Nosotros, por nuestro lado, los marcianos (que también somos humanos), vivimos en el interior de la corteza de nuestro planeta. Al igual que las altas presiones contra las cuales no pueden los humanos de la Tierra (terrícolas), estamos condenados al ostracismo. No podemos llegar hasta la superficie, fría, mineralizada de nuestro planeta, misma que mataría nuestra forma de vida. No tenemos tecnología para ello. Vivimos en cavidades entre el globo de Marte, con lagunas, plantas, animales, todos acomodados a una realidad desprovista de luz y exposición espacial. Somos pequeños, casi reptiles, no hablamos como los terrícolas sino a través del pensamiento; nuestros cuerpos, como el de nuestros animales y plantas, son blancuzcos, albinos. Estamos en las profundidades marcianas luego de los cambios que sufrió nuestro planeta en su atmósfera, cuando perdió su protección y se hizo frío; nos vimos obligados a cavar y vivir como topos en la oscuridad profunda, alejados de lo exterior, cercanos debidamente al núcleo caliente del planeta.
Tenemos recuerdos de la Tierra. En un pasado la visitábamos como ir de una estación a otra. Nuestro mundo era como ha de ser el suyo ahora, si es que todavía viven sus humanos sobre la corteza del planeta. Ellos son nosotros. Fundamos una civilización allá y la dotamos con nuestros dioses y tecnologías hasta donde pudimos durante miles de años. Los vimos multiplicarse y extenderse. Ahora ellos están libres y nosotros condenados al encierro, esperanzados con que algún día ellos comprendan su historia y nos recuerden, y vengan a rescatarnos de estas tinieblas (respiramos su mismo aire y tomamos también su agua). Porque no es correcto ni ofrece perpetuidad quedarse a vivir como vivimos, enclaustrados, esclavos del ciclo de vida de Marte, muriendo nosotros cuando él también muera. Debemos tener alas y espacio para volar como la tuvimos un día para plantar vida en otros confines, como debemos suponer ahora lo están haciendo los terrícolas.
A veces, con gran esfuerzo, logramos asomarnos a la superficie de lo que era nuestro hábitat allá afuera, y siempre lloramos con lo que vemos: nada. De altas y antiguas ciudades el viento y las ondas del espacio han dejado nada. Marte es polvo gélido y hielo pétreo en su corteza.