Dicen que el tiempo y el conocimiento son la penitencia a mi pecado: depredar a los ajenos, depredar a los iguales, depredar a los depredadores... Eso tengo oído, sí.
Y el caso es que lo creo, pues aunque fue hace mucho tiempo, tanto que no recuerdo si quemaban más las llamas que tomé de Prometeo o la manzana aquella ardiente que Eva me endiñó bajo un árbol del prado (juraría que fue en un prado, pero pudo ser en otro sitio, acaso un cuadro, no sé…), lo que sí me quedó claro es que al enfrentarme a aquel carnero descubrí algo importante, algo que se quedaría encaramado a mi destino, eso mismo que llevo ahora en la chepa como un sapo dispuesto a dar el salto: la guerra.
La guerra sí, qué tiempos… Va, pues me parece que después de aquel carnero no tardé ya en enfrentarme allí al equino, y al bovino, al puerco, al lobo y al felino… Y en éstas, cuando hube eliminado a mis competidores inmediatos, cuando alcancé el puesto aquel más elevado de la hermosa creación y me coroné rey indiscutible de todo lo evidente, entonces y solo entonces me paré a pensar: «Pero, ¿y quién es ahora mi enemigo? ¿Quién? A ver… ¡que salga!» Y al no salir ninguno, perplejo y contrariado decreté enseguida la creación de urgencia de mí mismo, del mundo y de dios.
Y satisfecho ante mi obra ya me declaré enemigo eterno de todo lo creado. Sí, de todo, y fue un alivio.