Un niño pequeño se pasa el tiempo mirando el mundo y preguntando incesantemente por qué. Tiene tanta hambre de saber como de Nocilla y chuches, y aprender le gusta tanto y le cansa tan poco como jugar. Por eso hay que asombrarse de la milagrosa eficacia de un sistema que, a pocos meses de reclutar a semejante esponja de conocimientos, a tal insaciable devorador de información, le convierte en un ser adocenado y aburrido que aborrece lo que le explican y salta de alegría cuando no hay clase.
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