Si el mediodía nos cogía arando, el abuelo detenía las vacas y, despojándose respetuosamente de la boina, rezaba el Ángelus. El resto del día lo dedicaba a trabajar y a preparar los aperos necesarios para el trabajo del día siguiente. Un hombre recto y trabajador que hacía tres breves paréntesis cada día para atender a sus convicciones religiosas. Yo había vivido este ambiente desde siempre y me parecía todo tan normal que me causó gran desazón oír un día a mis espaldas, con tono que me pareció despectivo, que mi abuelo era un meapilas.
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