Tres personajes conviven en el cuerpo esquelético de James Rhodes. El primero es el pianista que describe su currículum: una estrella de la música clásica que ha tocado en los auditorios más exquisitos del Reino Unido. El segundo, el cuarentón con pinta de rockero que abre la puerta de casa y extiende su brazo cuajado de tatuajes: «Pasa, tío». Y el tercero, el tipo tímido que se apoltrona en su sofá, empieza a relatar su vida con un hilillo de voz y, de repente, convierte su apartamento en un confesionario XXL.
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