A Marrakech se llega, pero de Marrakech nunca se parte: nadie abandona el fértil fermento de su callejero, por más que lo pretenda. A la caída de la tarde, la ciudad magrebí se desdibuja con un tímido difumine de brisa y nervio. Atardece en la plaza de Xmáa-El-Fna como si Marrakech hubiese perdido, entre sus laberínticos bolsillos, la brújula de la aurora. El calendario se disfraza de ocaso: coloquio de parroquianos eternamente adscritos a la tragedia de mesas que pastan el irregular forraje de adoquines de la plaza; embriaguez de serpientes..
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