Aquella última contadora de cuentos, que definía lo que hacía como «cantar», parece una figura del pasado, pero de un pasado remoto. En ilustraciones y grabados antiguos los hemos visto de pueblo en pueblo, desplegando cartelones en los que narraban historias morbosas, amores perdidos o gestas caballerescas. Su público, principalmente, eran los analfabetos y pertenecía al paisaje popular, a esos oficios ya desaparecidos. Desde la Edad Media lo venían haciendo. Luego, se esfumaron. O casi, porque durante la República pudieron verse a algunos.