Cuenta el Evangelio apócrifo de Nicodemo que había en Jerusalén una piadosa mujer, discípula de Jesús, de nombre Verónica que había recibido un milagro del Divino Maestro, siendo curada de un flujo sanguíneo que padecía. Aquel viernes de pasión de la luna de Marzo, Cristo iba ascendiendo agobiado por el camino del calvario, cansado en sus fuerzas físicas, coronado de espinas y con su rostro desfigurado por el sudor, la sangre y la saliva escupida por las turbas.