Cada mañana, decenas de personas hacen fila en los centros de salud para que les saquen sangre. Se levantan, ayunan, van al ambulatorio, entregan la citación, esperan unos minutos y una enfermera o enfermero les pinchan con una aguja; después salen con un algodón en el brazo y corren a tomar un café y algo de comer. Una rutina, un proceso automatizado, como si de una fábrica se tratara. Este proceso, claro, se complica si el paciente no tiene brazos.