Dos años atrás, un poco indignado, el microbiólogo Francisco Chávez decidió hacer algo bastante insólito para un científico: fundar una religión. La bautizó como la “Iglesia Microbiana”, y comenzó a difundir su palabra en sus distintos cursos en la Universidad de Chile. En clases, entre las risas de sus alumnos, se autodenominó el “Sumo Pontífice”. Y proclamó, con seriedad impostada, que “Dios es microbiano”. Pero más allá de bromas, el investigador tenía un propósito: luchar contra la errónea idea de que los gérmenes sólo nos hacen daño.