Mientras se frotaba los ojos, no dejaba de sentir confusión. Aquello que le ocurría podría no haber ocurrido y en el año 2035 no echaba a faltar nada y aunque no se sintiese cómoda del todo, porque de allí se había desplazado mucho más allá, lugares en los no le gustó para nada lo que vio, porque lo que le sucedía no era diáfano para trasladarlo al entendimiento. Además, yendo hacia atrás y adelante, como una peonza, e ignorando otras posibilidades como el camino de lo desconocido y el de lo ignorado, no podía hacer afirmaciones tajantes, porque éstas dependen del conocimiento objetivo.
Apretó en su mano izquierda la canica de obsidiana cristalina y se prometió que, en adelante, no volvería a oscilar aquella manera imperiosa. De pronto cayó en el año 2018. En medio de una calle empedrada cerca de un mercado. Recordó por un momento a su hermano, cuando se llevó todas sus vidas, con todas las caras ancestrales pasantes en sus últimas respiraciones. Miles de formas transcurrieron por su faz. Y ahora aquella calle, que denotaba sus propios estertores, dejaba el hálito en imágenes continuadas, pasajeras, de tierra, de alquitranes, de materiales biodegradables llenos de semillas, a modo de protecciones que los indígenas de la Amazonia construían contra las pandemias. Pasaban sin cesar, como en los vídeos de Youtube sin pausa, porque todo estaba a punto de acabar o de empezar. Y en la vida, nosotras y nosotros estamos, justo en el eje de espacios, tiempos y deformidades, y también pasamos.
Se le cayó la canica y abrazó al viento. Durante unos segundo tuvo ante los ojos el baile de las galaxias, atraídas unas con otras en millones de ovales como collares de abalorios brillantes e ingrávidos. Se refrotó la cara.
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