La cola del paro

Llegué a Asunción un miércoles, por la noche. Muy cansado. Después de dormir en el hotel, pasé toda la mañana y parte de la tarde con mi cliente, tenía bastantes temas a tratar. Me encanta Paraguay. No tiene muchos lugares turísticos por ver, pero la gente es absolutamente acogedora. Tienen la sonrisa pegada a la cara, desde la limpiadora del hotel hasta el taxista, pasando por el vecino de mesa, en la comida, que se interesa por mi bienestar. Es como un mundo aparte. No hay prisas, no hay mal rollo, solo gente sonriente, buen tiempo y mucha pobreza. Es uno de mis últimos viajes en este trabajo, en un mes lo dejaré y me meteré en una aventura que aún no tengo del todo definida. Así que me paso 25 horas al día absorto en la inseguridad económica del futuro. Obsesivamente. Tenía el primero de mis tres vuelos de vuelta a las cuatro de la mañana. Volver de Asunción a otro país, de ahí a Madrid, y por fin, temprano el sábado, a casa. Después de dormir poco más de dos horas, me desperté a la una y media. Cogí, con perdón, el taxi que había encargado la noche anterior en recepción; me dispuse a dormitar la casi media hora que quedaba hasta el Silvio Pettirossi, rimbombante nombre de un aviador de primeros de siglo que da nombre al aeropuerto. Algunos coches hacían botellón junto a una gasolinera con mucha, demasiada luz. Un viejo camión de basura vaciaba los enormes torres de hierro que sirven para que el vecindario deje sus bolsas. Un par de prostitutas esquineaban bajo un semáforo, y mi mente comenzó, cómo no, a pensar en lo único. Es decir, en mi incierta situación económica a futuro. En si seré capaz de mantener el nivel de vida que he tenido hasta ahora, en alimentar a mis hijos, en sobrevivir. Obsesivamente. Justo cuando dejábamos las últimas casas de la ciudad, enfilando hacia la terminal, vi un grupo de niños sobre la ancha acera derecha. Por la altura, el menor debía tener unos seis años, y el amor no más de diez. Iban rápido, como de excursión. Le pregunté al taxista. Me explicó que era un grupo de chavales sin familia, que pasaban la noche yendo de un sitio a otro esnifando pegamento. A veces la realidad te da un tortazo y te quita la tontería en nada. Creo que el abrazo que di a mi familia el sábado, al entrar por la puerta, casi les dolió.