Aquellas paredes viridianas, verde botella y petróleo, daban aspecto de cuadra a lo que yo creía motel.
Perfumada de orina y vómito, cúspide de la decadencia, icono de la glotonería, se tumbaba Doña Eugenia sobre un colchón bicentenario.
Aquellas piernas de varices, como ríos de sangre sobre papel mojado, llevaban el cauce de hongos a una selva de negro helecho con restos de sangre y simiente. Una voz gutural, como la de un gorila beringei, me dijo de pronto: "Sólo tienes media hora".
Me mareé. Esa pestilencia con forma de mujer, cien kilos de pura desgracia con la cara más accidentada que el Yukón, me recordaba al retrato de Fernando VII. ¿Qué pulsa denura me había enviado a este infierno perdido?
Me acerqué a aquel Leviatán mientras el principio de una tormenta me hacía entender que Dios me había abandonado.
Y todo porque quería ser escritor y no tenía nada sobre lo que escribir.