Cuando yo era niño vivía en un diseminado (1) que distaba unos quinientos metros de la barriada principal, una estrecha carretera de dos carriles sin arcén con dos pequeños carriles de tierra a cada lado disimulando unas inexistentes aceras eran nuestro nexo de unión con el mundo. De día el camino era agradable y corto, la fábrica de ladrillos con el ruido de la maquinaria y su impresionante chimenea y la fábrica de plásticos con todos sus trabajadores andando de un lado para otro hacían que esos metros fueran un corto paseo. Las tardes de verano las pasábamos yendo y viniendo de una punta a otra de la carretera viendo los devenires de los trabajadores y de algunos vecinos con sus quehaceres.
El problema de este camino se presentaba cuando la noche hacía acto de presencia, ya no había nadie. La estrecha carretera ahora, además, se tornaba oscura como la boca de un lobo, la última farola estaba en la esquina de la barriada principal y luego sólo había dos más, la de la fábrica de ladrillos entre la entrada y la caseta del vigilante y la de la fábrica de plásticos. Pasados doscientos metros más ya se veía una de las pocas farolas del diseminado, la del bar de mi abuelo.
Pasar por allí cuando éramos niño nos daba mucho miedo, porque teníamos que pasar por un largo trecho junto a una pared medio derruida, luego discurrir ante la atenta mirada de Antonio, el vigilante de la fábrica de ladrillos, que tenía siempre encendida la tenue luz de su casetilla; avanzar hasta la fábrica de plásticos y luego caminar otro largo trecho hasta la farola del bar. Sobre todo, en invierno nada nos daba más miedo que nuestra madre nos dijera: “acércate un momento anca (2) Borrero y que te de un kilo de esto o cuarto y mitad de lo otro”.
Borrero era un bar que había a la entraba de la barriada, ya bien iluminada, pero para llegar hasta allí había que pasar por la oscura carretera que nos llevaba desde nuestras casas hasta donde empezaba la civilización.
Muchas noches, entre la oscuridad podíamos ver una débil luz acercarse poco a poco. Ver esa luz era encontrar la tranquilidad, la paz interior, porque detrás de la luz venía Venancio, el ciego. Ciego que de noche siempre llevaba su farol de carburo encendido alumbrando con una lúgubre luz el camino.
Venancio era ciego de niño, nunca vio nada más que no fuera un negro telón lleno de sonidos y voces, así definía su ceguera. Era inconfundible. De día siempre iba igual, su camisa negra metida por dentro de los pantalones grises de faena bien apretados con su cinturón de cuero marrón y las alpargatas con suelas de esparto. Coronado siempre por su boina negra y ese pitillo medio apagado entre los labios que no se le despegaba ni para hablar. De hecho, mis amigos y yo muchas veces nos preguntamos si se lo quitaría para comer.
Mis amigos, mi pandilla de niño, la formábamos siete niños, los siete gamberros decía mi abuelo, haciendo honor al famoso western. Porque siempre estábamos haciendo trastadas de día e ideando fechorías de noche. Eran otros tiempos y de noche nos poníamos a jugar al escondite entre las sombras del barrio. Muchas noches, hartos de jugar nos sentábamos en la puerta del corralón, una especie de casa de vecinos donde vivían Manolo “el legionario”, padre de uno de los nuestros; Piedad y su hijo Ignacio y Juana, que siempre se quejaba de que no veía nada y era la única persona del barrio que no se tropezaba con las piedras que había por allí sueltas.
La puerta del corralón tenía un petril (3) a modo de banco y allí nos sentábamos a charlar y contar historias.
De vez en cuando se escuchaba una voz romper en pedazos el silencio de la negra noche:
- ¡ Venancio !
Mercedes, la costurera, vivía sola y le daba mucho miedo cruzar sola el camino, porque decía que Constantina, “la bruja” le hacía magia y le podía pasar algo.
Nada más romperse el silencio de un lado de la noche se rasgaba del otro con la voz grave de Venancio:
- ¡ VOY !
Y acto seguido aparecía el farol de carburo junto a Venancio a atravesar la oscuridad para regresar al momento junto a Mercedes. Era curioso observar como iba y venía con el bastón en una mano y el farol en la otra caminando en línea recta sin tropezar ni una sola vez.
Venancio controlaba las horas de regreso de la gente del barrio y muchas noches sabía que tal o cual vecino tenía que regresar a casa y se sentaba con nosotros a esperar. Esos momentos los aprovechaba para liarse el pitillo y contarnos historias de cuando era pequeño, la mayoría de historias de miedo que nos ponían el pelo de punta, porque hablaba de fantasmas, de brujas, de niños que desaparecían.
De repente cortaba su relato diciendo:
- El autobús. Voy a por Amalia.
A lo lejos mirábamos como en la parada de Borrero el autobús se alejaba mientras la figura de Amalia, que venía de servir en casa de su señora, avanzaba hacia la oscuridad en busca del farol de Venancio. Al poco, entre la oscuridad aparecían Amalia y Venancio conversando afablemente.
Con los años nos hicimos mayores, pero el petril seguía estando allí y nosotros seguíamos haciéndole compañía durante las noches de verano, ya teníamos obligaciones y no nos era posible andar haciendo trastadas todo el día. Con los años la carretera fue arreglada, le dieron mas anchura, la pusieron un pequeño acerado y farolas. El lúgubre y siniestro camino, desvelo de nuestra infancia, pasó a mejor vida y algunos vecinos paseaban por allí durante las cálidas noches aprovechando la luz de las farolas.
Justo encima de nuestro punto de reunión colocaron una de esas farolas, rompiendo el encanto y el misterio que rodeaban la entrada del corralón, y donde tantos años pasamos a oscuras ahora teníamos una incómoda luz que nos alumbraba y dejaba que se nos viera a todos para tenernos controlados.
Una de las noches de verano Venancio se acercó a nosotros. Recuerdo que aquella noche no teníamos muchas ganas de hablar con él y nos callamos, un ciego no ve, si nos callamos pasaría de largo dejándonos tranquilos, pero lejos de marcharse nos dijo:
- Sé que estáis ahí. Aunque no habléis puedo oleros. Y además estáis fumando a escondidas.
Así que Venancio vino a sentarse junto a nosotros. Ya desde hacía mucho, poco después de que nuestro barrio tuviera luz, el ciego no portaba su famosa lampara de carburo. Nosotros siempre habíamos asumido que la lampara era para ayudar a los vecinos, pero nos llamaba poderosamente la atención que un ciego que no puede ver absolutamente nada anduviera de un lado a otro del barrio hasta altas horas de la madrugada alumbrando el camino de los demás.
Y esa noche, uno de nosotros le preguntó:
- Venancio, usted que ha sido ciego de siempre ¿para que llevaba el farol de un lado a otro todas las noches?
Venancio nos sorprendió a todos sacando un mechero de yesca (4) del bolsillo de la camilla y encendiendo el pitillo comenzó a hablar suavemente:
- Yo nunca he podido ver nada, mi visión del mundo es un inmenso telón negro lleno de sonidos y de voces. Como siempre he querido ver decidí que lo mejor era ayudar a ver a los demás, por eso durante muchos años andaba con mi lámpara de carburo ayudando a los demás a cruzar el oscuro camino.
Ahora no lo entendéis, pero cuando seáis mayores os daréis cuenta de que la oscuridad no es solo la que podemos ver, hay otra más siniestra y terrible, que es la que tenemos dentro. Por eso el día de mañana me gustaría que vosotros llevaseis una lámpara, no para iluminar vuestro camino, si no para alumbrar el camino de la gente que tiene miedo a esa oscuridad.
Hoy, como os digo, no comprendéis lo que os digo, cuando tengáis unos años encima os daréis cuenta que tendréis que empuñar un farol para alumbrar el camino de algunos que andan perdidos en la oscuridad, aunque vivan rodeados de luz.
Nos quedamos sin palabras, no supimos asimilar en aquel momento aquella valiosa lección que el ciego del barrio nos acababa de dar.
Han tenido que pasar muchos años para aprender a encender nuestras lámparas y acompañar en la oscuridad a algunos de nuestros conocidos. El tiempo nos ha hecho entender que el dolor, cuando es compartido, es menos dolor, que además de tener luz hay que ser luz.
1 – Diseminado: Según el Instituto Nacional de Estadística se define como diseminado al conjunto constituid por edificaciones o viviendas de una entidad singular de población que no pueden ser incluidas en el concepto de núcleo de población.
2 – Anca: Contracción española que significa “en casa de”, o “a casa de”.
3 – Petril: Muro pequeño o valla que se sitúa a los lados de los puentes o de otras edificaciones que sirve para que la gente no se caiga y sirve de asiento.
4 – Yesca: Material muy seco, comúnmente trapo, que prende con mucha facilidad con cualquier chispa.
Adaptación del relato “El ciego y la lámpara.