La revolución en lo que un día llamamos "la caja tonta" no vendrá de la mano de nuevas dimensiones sensoriales. Ni de un aumento considerable en la calidad de la transmisión, ya sea en el audio o en el vídeo. Tampoco un mayor tamaño de la proyección o una interacción más amplia le darán el empuje definitivo.
Ninguna de estas cosas cerrará el círculo.
Lo que finalmente aupará por encima de todo a la televisión será la rotura de la barrera entre actor y espectador. El trato entre iguales.
En una parrilla donde prácticamente todo programa de entretenimento es calcado a los demás y donde el resto de programas intentan parecerse lo máximo a un programa de entretenimiento, donde todas las poses y gestos son impostados, donde los argumentos y tramas son artificiales, donde todos, incluido el público, actua interpretando emociones... esa televisión terminará creando espectadores a su imagen y semejanza.
Espectadores que reirán o llorarán como forma de autocomplacencia con su programa favorito. Que mostrarán interés sin tenerlo, absolutamente por nada de lo que perciben. Que impostarán emociones, preferencias y sentimientos. Todo completamente falso.
Actores frente a otros actores, cada cual interpretando su propia mentira, separados por un cristal.