Hace unos días, un hilo de Twitter denunciaba la conducta de algunas personas que acudían a consultas psicológicas con supuestos cuadros de ansiedad y depresión. Al parecer, muchos de los que asistían en busca de auxilio confundían trastornos con poca tolerancia a la frustración y hacían de su percepción diagnóstico profesional, con todas las consecuencias derivadas de ello.
En esta línea, he estado observando como el imperio de la subjetividad ha ido ganando terreno al de los hechos. En este devenir lo verificable se ha convertido en una especie de injerencia externa, una imposición indeseable al servicio de terceros en lugar de verse como el alivio que garantiza lo conmensurable. En un mundo lleno de pugnas ideológicas por la conquista del relato, todo aquello que ose cuestionar levemente el sentimiento individual es visto de forma sospechosa: una opresión del sistema que busca atenazar el espíritu y subyugar la libertad.
Siendo sinceros, este sentir llevaba germinando de un tiempo a esta parte, pero no ha sido hasta épocas recientes cuando ha alcanzado su máxima expresión. Un momento crítico acaeció durante la crisis de 2008, que es cuando se produce el quiebre de la ideología que había guiado a la sociedad occidental desde la caída del muro de Berlín. Hasta estos años, las ideas se encontraban estructuradas en torno a una serie de principios que parecían más o menos estables, mas pronto se empezaron a cuestionar estas tesis, pues no resistieron los embistes del hambre que llamó a la puerta de tantas familias. En este punto, empezaron a eclosionar las doctrinas sembradas con anterioridad.
El origen de estas se encuentra en la intelectualidad posmoderna francesa. Los franceses —amparados por los estudios en lingüística aparecidos en años anteriores— empezaron a defender que el mundo era un constructo social fruto del lenguaje, que moldeaba y creaba realidades a placer y, por tanto, la validez de un argumento, postura o proposición dependía únicamente del código lingüístico empleado: se abría la puerta al relativismo. Dentro de este se desarrollaron dos tipos que, a su vez, presentan sus propios subtipos. Son los siguientes:
1. Relativismo cognitivo. Lo verdadero depende de las perspectivas particulares y, por tanto, no existen criterios universales para delimitar certezas.
1.1 Relativismo de la verdad. Defiende que la verdad de una proposición depende del modo en que los conceptos que aparecen en ella se articulan en una comunidad particular.
1.2. Relativismo de la racionalidad. No existen criterios de decisiones universales. Es decir, hay tantas racionalidades como individuos habitan el mundo.
2. Relativismo moral. No existen normas ni valores universales.
2.1. Relativismo descriptivo. Es una postura puramente de hecho, es decir, el relativista descriptivo simplemente constata la existencia de diferentes códigos de conducta. Este tipo de relativismo es una postura metodológica ampliamente usada por los antropólogos para evitar sesgos en sus estudios.
2.2 Relativismo normativo. Va más allá del descriptivo; además de afirmar la diversidad de códigos de conducta, sostiene que no existe un criterio que nos permita valorar la preeminencia de unos sobre otros.
Pues bien, los relativismos arriba explicados han sido asumidos por gran parte de la sociedad contemporánea con la llegada de la crisis de 2008. Como resultado y, amparados por estos principios, las personas han empezado a interiorizar que lo que es cierto depende, exclusivamente, de los sentimientos del individuo en un momento dado. Esto explica, al menos en parte, el hilo de Twitter con el que comenzábamos este pequeño escrito. Ayuda a comprender, además, algunos de los fenómenos actuales más preocupantes como la cuestión de la transexualidad o la corrección política, pues los que se adscriben a ella consideran que los demás no deben vulnerar su derecho a hacer pasar por objetivo lo que es, por definición, subjetivo: sus sentimientos.
El problema es que la verdad existe. Se debe aceptar cierto grado de subjetividad en algunas cuestiones, pero no por ello podemos negar la superioridad de la evidencia frente al parecer personal: uno puede negar la realidad, esconderse o huir de ella, pero no escapar a sus consecuencias. Por desgracia, mucho me temo que, de seguir esta deriva, empezaremos a constatar más problemas de los que ya están emergiendo. Toda sociedad necesita una serie de normas, valores y creencias estables; cuando no existen, enferma y enseguida afloran distorsiones que la fracturan. En Occidente podemos observar este fenómeno; confiemos en encontrar un cambio de rumbo antes de que la dolencia se vuelva crónica.