Sobre la legimitidad de Felipe V y la guerra de sucesión española

En muchas ocasiones he visto en Menéame a varios usuarios (quizá catalanes o valencianos, territorios receptores de las iras de este rey) afirmar que Felipe V de Borbón no era el legítimo heredero de la corona española, dando a entender que se la arrebató con malas artes al aspirante austríaco (un Habsburgo, como Carlos II) y una terrible guerra civil, siendo la consecuencia que toda su estirpe, que como todos sabemos llega hasta nuestros días, habría carecido de legitimidad para ceñirse las coronas de todos los reinos que en aquel entonces conformaban la monarquía hispánica. Entiendo que en la coyuntura actual en la que la popularidad de la monarquía está, por decirlo de una manera muy suave, a la baja, se ha abierto la veda para hacer leña del árbol caído (o por caer) y tras décadas en las que en la prensa, la radio o la televisión (los únicos medios de comunicación hasta hace bien poco), nadie podía decir nada malo sobre la familia real, ahora observamos una gran proliferación de críticas hacia la monarquía, unas legítimas, otras cuestionables y otras directamente falsas.

Por este motivo, me gustaría proponeros echar un vistazo breve y enrevesado a la legitimidad de Felipe V como sucesor de la extinta rama española de los Habsburgo, en un viaje marcado por la endogamia, las deficiencias genéticas y la diplomacia europea de finales del siglo XVII y principios del XVIII para ver brevemente el grave problema sucesorio que se presentó durante final del reinado de Carlos II, cuáles fueron las soluciones propuestas a dicho problema y, como todos sabemos qué pasó al final, por qué la corona acabó en las sienes del pretendiente de la casa de Borbón y no en las del pretendiente de la casa de Habsburgo, y cuál de los dos hubiera sido el heredero legítimo si nos atenemos a las leyes que rigen la sucesión de los títulos nobiliarios, en este caso de índole real.

Nadie que hubiese tratado al rey Carlos II durante más de 5 minutos y estuviese en sus cabales podía creer seriamente que semejante esperpento fuera capaz de engendrar descendencia. El rey había pagado un alto precio por las tradiciones matrimoniales de la casa de Habsburgo y no precisamente en forma de una cola de cerdo: no consiguió andar hasta los 4 años ni hablar hasta los 10, padecía hidrocefalia, tenía ataques epilépticos relativamente frecuentes y, posiblemente, sufría el síndrome de Klinefelter, con las complicaciones reproductivas que esto implica. Ya de adulto le costaba mantenerse de pie tras unos minutos y, aunque al parecer tenía la mente en mucho mejor forma que el cuerpo, lo cual no es mucho decir, los embajadores y cortesanos lo describían como a un hombre que padecía un gran agotamiento general, un estado que no mejoraban precisamente las pócimas que le hacían tomar para tratar de aumentar su fertilidad. Obviamente, ninguna de sus dos esposas engendró descendencia alguna, si bien la última, Mariana de Neoburgo, fingió varios embarazos. Por lo demás, el viejo truco de usar a un, digamos, sustituto para embarazar a la reina era una misión imposible en una corte real de la época, en la que los reyes pasaban toda su vida en compañía de numerosas personas y jamás se quedaban solos, siendo imposible "consumar" la treta sin levantar la liebre. La diplomacia española no tuvo más remedio que ponerse en marcha para encontrar a un sucesor que heredase todos los títulos sin desestabilizar los delicados equilibrios de poder existentes en Europa y meter a toda Europa en una guerra (precisamente lo que acabó pasando), y que tuviese unos lazos de sangre con la familia que reinaba en el país desde hacía casi 200 años para legitimizar su reinado.

La cosa estaba difícil, puesto que no había descendencia que buscar entre los hombres de la familia: de los tres hijos legítimos de Felipe III que llegaron a adultos, uno fue cardenal sin hijos legítimos, otro murió muy joven y sin descendencia y del otro, Felipe IV, solo había sobrevivido Carlos II, así que no tuvieron más remedio que buscar entre las mujeres. Aquí es donde la cosa se enreda.

El mejor candidato que encontraron fue este mozalbete:

José Fernando de Baviera era un candidato ideal. Era el hijo primogénito del elector de Baviera y no estaba destinado a heredar un gran reino o imperio, puesto que en aquel momento Baviera no era más que un simple ducado del Sacro Imperio Romano, por lo que no se trastocaría el equilibrio de poder europeo aunque heredase tanto el ducado de su padre como los reinos hispánicos. Además, sus lazos con la familia real española eran fuertes por vía materna (aquí la cosa ya empieza a enrevesarse): su madre, María Antonia de Austria, era hija de la infanta Margarita Teresa (la niña de Las Meninas) y, además, su abuela materna (la de la madre) era la hija menor de Felipe III (María Ana de España) y su abuelo materno (también de la madre) era Felipe IV, el anterior monarca. Doble conexión directa por vía materna con los reyes de España. Demasiado bonito para ser cierto: el crío se murió en 1699, cuando Carlos II tenía ya un pie en la tumba, su madre ya había muerto sin dejar otros hijos vivos, así que se volvió al punto de partida.

Los siguientes en la línea de sucesión teórica eran... el rey de Francia (Luis XIV) y el archiduque de Austria (Leopoldo I), vástagos de sendas hijas de Felipe III de España. Además, los dos habían estado casados con sendas hijas de Felipe IV. Era un marrón muy gordo, al tratarse de dos de los monarcas más poderosos de la época, con medios más que suficientes como para imponer sus derechos dinásticos por la fuerza de las armas. Sin embargo, ambos sabían que nadie en Europa iba a aceptar una concentración de poder como la que había logrado Carlos I de España casi dos siglos antes (y de hecho los ingleses ya estaban con el cuchillo entre los dientes). Así que se buscaron y propusieron pretendientes entre los descendientes masculinos de estos monarcas que no estuvieran destinados a reinar al no ser hijos primogénitos de sus respectivos padres. Así, la misma persona no heredaría las coronas de España y Francia, o España y Austria, pero seguiría siendo un rey legítimo por sus ancestros entre los Habsburgo españoles, aunque fueran por vía materna en ambos casos. Así es como llegamos a los dos candidatos que librarían la guerra de sucesión española un par de años después: Felipe de Borbón, el duque de Anjou y Carlos de Habsburgo.

  1. En la corte austríaca, la cosa estaba relativamente fácil. Carlos de Habsburgo era el segundo de los hijos varones supervivientes del Archiduque de Austria (y emperador del Sacro Imperio) y, por tanto, bisnieto de Felipe III de España y, además, como ya hemos visto, su padre había estado casado con una hija de Felipe IV, la niña de Las Meninas, si bien Carlos no era su hijo de ella, sino de la segunda esposa del emperador, Claudia Felicidad del Tirol.
  2. La situación en la corte francesa era tenía un nivel más de complicación. El único hijo varón superviviente de la unión entre Luis XIV y María Teresa de Austria (hija de Felipe IV) era el Gran Delfín y heredero al trono francés, así que hubo que buscar entre sus hijos para evitar que la misma persona pudiera heredar las coronas de Francia y Austria. Por suerte, tenía tres hijos varones ya adolescentes, Luis (excluido al formar parte de la línea de sucesión directa del trono francés), Felipe y Carlos (este quedaría en reserva). Así pues, el candidato fue el segundo vástago del Gran Delfín, Felipe, duque de Anjou, que tenía una doble conexión dinástica con la familia real española: no solo era tataranieto de Felipe III, sino también bisnieto de Felipe IV y sobrino nieto de Carlos II. Es decir, sus lazos dinásticos eran más fuertes que los de su rival austríaco.

Esto ya me está quedando más largo y enrevesado de lo que yo inicialmente pensaba que iba a ser, así que no me voy a meter en las luchas de poder entre los dos bandos que se formaron en la corte de Madrid (a favor del candidato de la casa de Borbón o de la casa de Habsburgo), ni en el testamento de Carlos II ni en la guerra de sucesión que estalló después y que, básicamente, solo sirvió para debilitar (aún más) la para entonces endeble monarquía hispánica. Lo que sí me gustaría destacar tras toda esta parrafada es que Felipe de Anjou fue nombrado heredero en el testamento de Carlos II debido, entre otras razones, a que contaba con derechos dinásticos más fuertes que su rival austríaco, ya que tenía más ascendientes españoles que él. Él, su padre y sus hermanos eran herederos más legítimos a la corona española que el pretendiente austríaco, que terminó reinando en Austria como Carlos VI, irónicamente dando lugar a una crisis sucesoria y a una guerra de sucesión en Austria al morir sin herederos varones en 1740.