Le odié desde el primer instante, cuando entró por la puerta de mi habitación en este hospital al que he venido a morir, con su sonrisa de seminarista laico; el gesto estúpido de la mano, como si saludara a un niño pequeño o a un deficiente mental; la leve inclinación de la espalda, mientras sujetaba una carpeta entre sus manos, a la altura de la entrepierna como si ahí hubiera algo que proteger; la ropa informal pero no demasiado, la barbita arreglada, el corte de pelo de estilo moderno; y su voz, ese tono de voz cantarín, melifluo y empalagoso con el que dijo buenos días ¿cómo estamos hoy?
El plural. Ese puto plural.
- Usted, no sé. Yo estoy muriéndome. -respondí.
La risita falsa. Todo era falso en él. Los dos pasos, como de baile, con los que se acercó a la cama, el gesto entrenado con el que acercó el sillón al costado del lecho y me cogió una mano. Sus palabras de ánimo, como si yo no fuera a morirme en pocos días, como si el diagnóstico no estuviera claro, como si hubiera esperanza (puta esperanza) para mí. Como si yo no estuviera allí tan solo porque estaba sola en el mundo y no quería morir en casa y pudrirme hasta que los vecinos detectaran el olor. Y porque podía pagarme los cuidados paliativos en este carísimo hospital privado. Lo que no sabía era que alguien me había incluido en el programa de “ángeles de la guarda” (sin comentarios) para estar acompañada por este imbécil durante mis últimos días de vida. Estaba claro que alguien había decidido que yo no iba a dejar este mundo sin agonizar.
Me llamó por mi nombre propio, con ese tonillo. Ese tono de voz entre melaza y pimienta con el que los profesores de secundaria intentan, en vano, estimular a los alumnos que tienen más dificultades. Al niño gordo y un poco lento que nunca llegará a nada en la vida y que lo descubre ya en el colegio, a medida que ve como toda posibilidad de futuro se aleja de él cada vez más deprisa mientras se pregunta qué hizo mal.
Me hablaba con ese tono de voz y me llamaba por mi nombre. Como si me conociera. Como si yo fuera su hijo tonto o un perrillo al que estaba adiestrando.
Se llama Martín y a mí qué coño me importa. Pero no le digo nada. Escucho. No dice más que estupideces, banalidades, lugares comunes acerca del sentido de la vida, la ilusión de levantarse cada mañana, la satisfacción de una existencia completa, el ciclo en el que todos estamos.
Mierda, mierda y más mierda. Basura laica. Casi preferiría que me hubiera tocado un cura o una monja de cualquier religión. Es más fácil cagarse en los dioses que en este pobre humano, mezquino en su derroche de buena voluntad, que el destino ha puesto en mi habitación para amargar los últimos momentos de mi existencia. Aunque seguro que detrás de este pobre imbécil hay alguna oenegé que se está llevando un buen dinero a cuenta del tiempo y las buenas intenciones de Martín y a mí qué coño me importa.
Consuelo, dice. Qué consuelo vas a darme tú, niñato, que me tratas como a una vieja chocha. Nací en 1943, vale, por lo tanto soy vieja. Pero si te hubieras molestado en saber algo más de mí antes de entrar por esa puerta enarbolando tu sonrisa reflectante como si fuera la espada flamígera del arcángel Gabriel. Si te hubieras parado a pensar un poco, si tuvieras las mínimas nociones de cálculo y de historia contemporánea, te habrías dado cuenta antes de abrir la boca de que ibas a hacer el ridículo si desplegabas la absurda panoplia de recursos de asistente social que habías enarbolado al traspasar el umbral de mi habitación y que fueron como si un negro izara una bandera blanca en el umbral de su casa en Virginia en 1967 mientras los miembros del capítulo local del KKK plantaban una cruz en su jardín y encendían las antorchas: una estúpida forma de suicidio.
Si hubieras pensado un poco habrías sabido que yo estaba en esa casa en Virginia en 1967, aunque no te diré de qué lado. Y que en mayo del 68 estaba en París, follándome a lo mejor de la intelectualidad francesa entre barricadas y adoquines. A los que no eran maricones, claro. Y es una lástima, porque los más listos eran casi todos maricones. Aún así, hubo un montón de maoístas reprimidos a los que enseñé unas cuántas cosas. Y que en los setenta pasé mi tiempo entre Roma y Berlín, con los chicos de las Brigadas Rojas y con mis buenos amigos Ulrike y Andreas. Que luego pasé largas temporadas en Irlanda y el País Vasco, y que por todas partes fui dejando mi huella.
Pero si te contara todo esto, pobre Martín, estoy segura de que harías una lectura política de mi vida. Es decir, seguirías sin tener ni puta idea de por dónde te da el viento, porque hay gente como tú en el mundo, Martín, mucha más de la que imaginas, que estáis aquí solo porque la naturaleza no pudo evitarlo. Pequeños y mezquinos seres, apenas humanos, empeñados en que la vida puede ser mejor solo si te empeñas lo suficiente en ello; que predicáis la bondad y el amor al prójimo como si eso fuera verdad, como si fuera posible en esta jungla de sangre y vísceras que siempre ha sido la existencia humana. La jungla de vidrio y metal y fuego, la gran máquina de picar carne que siempre ha estado ahí, para beneficio de unos pocos, mientras todos los Martines del mundo cantaban alabanzas a Yahvé, a Mahoma, a Khrisna, a John Lennon, a Obama o al menú de promoción este mes en McDonalds. Y en tu mundo, Martín, todo eso parece tener sentido, porque tú crees que no crees en dioses, ni siquiera en los comerciales. Y crees que estás al margen porque trabajas en tu puta oenegé que negocia con la miseria ajena y, por lo tanto, contribuye a su mantenimiento. Pero también trabajas como funcionario en el departamento de acción social de tu ayuntamiento, o del gobierno regional o de cualquiera de esas putas estructuras del Capital destinadas a hacer que la rueda siga girando. La eterna rueda erizada de cristal y puñales en la que todos dais vueltas sin cesar como ratas empapadas en anfetamina o azúcar de colores, tanto da.
Oh, sí, Martín. El buen Martín pecador que entró en mi habitación pensado que yo estaba ya lista para la matanza. Pobre Martín. No sabía dónde estaba entrando. No supo con quién trataba. Aunque lo hubiera sabido habría dado igual. Nunca tuvo ninguna oportunidad conmigo. Lo odié desde el primer instante. Además, una tiene sus costumbres y es difícil cambiar de hábitos en los últimos momentos de la existencia.
Moriré pronto, Martín, pero tú no estarás aquí para verlo. Las enfermeras y el personal del hospital, que están deseando que me muera porque soy una vieja insoportable, pensarán que si no volviste a verme fue por mi culpa, porque soy odiosa, porque maltrato a la gente, porque me gusta decirle a la gente cosas que no quieren oír. Pero estarán equivocados ¿verdad, Martín? Porque entre nosotros solo has hablado tú desde que entraste en mi habitación. Yo me he limitado a escuchar. A escuchar y a pensar, dos cosas que tú deberías haber aprendido en el colegio, en vez de maltratar a aquel niño gordo con el resto de tus compañeros, porque estoy segura de que lo hiciste. Eras listo y necesitabas aceptación, Martín. Si hubieras escuchado, Martín, si te hubieras parado al menos un momento a pensar, tal vez te habrías dado cuenta de que no tenías delante de ti a la clase de ancianita desvalida que creías. Pero ahora es tarde, Martín. Tú no lo sabes, pero apenas te quedan unos minutos de vida.
Y es cierto que yo moriré sola, tal vez mañana o dentro de una semana, no lo sé. Pero es mucho más cierto que hasta que yo no muera no descubrirán tu cadáver, Martín. Tu cadáver pudriéndose en el armario de mi habitación del que solo yo tengo la llave. Porque, es cierto que soy vieja, Martín; es cierto que estoy muriéndome. Pero lo que también es cierto y tú no has sabido ver, es que siempre he sido una hija de puta muy peligrosa. Y no voy a cambiar a estas alturas de mi muerte.