Se llamaba Hierbabuena. Tenía quebraduras en la sonrisa y un carné del Partido. Todo el mundo tenía un carné del Partido y muchos tenían la sonrisa quebrada en aquel país detenido bajo la sombra de un hombre que se creyó más grande que el sol.
Hierbabuena nunca se creyó más grande que nadie pero tampoco menos que ninguno. Su problema fue que nunca quiso ser del todo lo que llamaban un hombre, nunca llegó a ser del todo lo que decían mujer. Los hombres y las mujeres le detestaban por igual día tras día. Los hombres y las mujeres le deseaban igualmente noche tras noche mientras devoraban los aromas de su cuerpo, frescos como su risa inquebrantable a pesar de las penas diarias.
El odio y el deseo que fueron sus compañeros constantes nacían de la rara perfección de su belleza, que hacía que los demás humanos no acabaran nunca de verlo como a un congénere. Los que le trataron de cerca decían que su voz y su risa tenían el sonido de la pura verdad, y que a su lado todo lo que cualquiera pudiera decir sonaba falso y cualquier risa forzada. Algo había en su rostro y en las proporciones de su cuerpo propio de ángeles, según contaban. La duda de su sexo ayudaba a que todos vieran en su rostro y su cuerpo justo lo que andaban buscando y era como el reflejo soñado del cuerpo y la cara que todos hubieran querido tener. De su olor solo se podía decir que aunque le había dado el nombre de Hierbabuena, iba en realidad mucho más allá, componiendo una sinfonía aromática, como dijo un músico un poco afectado que frecuentó su compañía durante largos meses de invierno, una sinfonía tan llena de matices que había que aspirar su aroma una y otra vez para descubrir cada vez nuevas notas. Olía a promesa de verano pero también a tarde de otoño y al amanecer del día de navidad y al jabón de la infancia. Y a violetas y a verbena y a tomillo y a flores tropicales de las que nadie conocía aún el nombre. El tacto de su piel tenía la perfección de los recuerdos que han sido elaborados con mimo durante años para volverlos perfectos, libres de toda arista. Su piel era como el recuerdo de un sueño, dijo alguien. Y sus besos sabían a libertad y risa.
Tuvo quince años y descubrió que la alegría, el placer, tenía en muchas ocasiones un reverso oscuro cuando venía de la mano de hombres que se temían a sí mismos. Y luego tuvo veinte y después treinta, y aprendió a reírse del miedo cotidiano que a veces atenazaba más que el hambre a la que el dictador había condenado a sus súbditos desde el oscuro día en que decidió que sería más grande que el sol.
A veces, cuando la tristeza era casi tan grande como el hambre y ni siquiera la risa conseguía espantar el miedo al futuro, Hierbabuena cogía una guitarra y se ponía a cantar. Esto casi siempre sucedía en la bodega de Juan, aquel hombre que desde siempre le había brindado una protección y cariño fraternales y que tal vez fuera el hermano que nunca conoció. Cuando Hierbabuena cantaba sucedían cosas extrañas a su alrededor. Que el tiempo pareciera detenerse no era sorprendente pues esta siempre ha sido una cualidad propia de la música. Sin embargo, no era tan frecuente ver cómo los sentimientos cristalizaban en el aire, y esto sucedía a impulsos de la voz de Hierbabuena y de los acordes que sus largos dedos arrancaban a las cuerdas de la guitarra, convertidas en vocales bajo su impulso.
Las personas que, hechizadas, asistían a una de las raras actuaciones de Hierbabuena, aseguraban haber visto cómo el aire se llenaba de figuras cristalinas, como esculturas de llanto congelado o suspiros cuajados en un aire polar, y que en ellas se podían ver los sentimientos más ocultos de cada espectador. La canción de Hierbabuena no pasaba por lo general de ser una especie de tarareo, una melopea ininteligible en la que a veces se distinguían algunas palabras, palabras simples, insignificantes, como árbol, cielo, pan, hierba. Palabras que hacían encogerse los corazones de sus oyentes y que se convertían a su vez en cristales resplandecientes en el espacio del tiempo detenido por su voz.
Cuando la interpretación acababa el tiempo parecía dar un pequeño salto para recuperar el paso y en ese instante todos los sentimientos congelados se deshacían en un suspiro unánime a través del cual los espectadores recuperaban la compostura como si nada de todo aquello hubiera pasado, como si el secreto que cada uno había compartido perteneciera a todos por igual, a la noche, a la música, al cuerpo y aromas del intérprete que todos habían gozado alguna vez. A nadie, por lo tanto.
Y en una de esas noches fui a buscarle a la bodega de Juan, por orden del señor absoluto de nuestros destinos, también del suyo, al que no escapaba nada de lo que sucediera en sus dominios y a cuyos oídos había llegado la fama del canto del desviado, como lo llamó al encargarme que fuera a buscarle junto con un par de hombres de mi confianza. El Tirano, al que si me atrevo a llamar así es tan solo porque así era como le complacía ser llamado, nos dio una orden clara y concisa, como todas las suyas: Ese Hierbabuena, el que dicen que canta. El desviado. Lo quiero aquí mañana por la noche.
Llegamos en mitad de su canto y nos plantamos al fondo del local. No había necesidad de interrumpir y he de reconocer que al menos yo quedé sorprendido por la belleza del (¿de la? ¿de lo?) cantante y sobrecogido por lo que allí estaba sucediendo. Vi, es cierto, con estos ojos lo vi, cómo se formaban en el aire esa especie de espíritus que parecían brotar de la gente. Y sí, algo tenían de cristal, de hielo, de surtidor de plata, de lágrimas de ángel. De todo eso y de nada. Y el aire parecía sólido mientras la voz de Hierbabuena lo esculpía y en mi corazón sentí un arrepentimiento por todo mi pasado pero, sobre todo, por mi imperdonable futuro que me dio ganas de morir en ese mismo instante. Pero entonces acabó la canción y, mientras el tiempo recuperaba su curso, Hierbabuena levantó los párpados y atravesó con la mirada el brumoso espacio de la bodega de Juan hasta alcanzarme con sus ojos de color delirio. Me miró como si me acariciara, como si todo estuviera bien y yo fuera el hombre más justo que jamás había existido sobre la faz de la tierra y no lo que en realidad era. Sonrió y fue como si la vida empezara a escapársele por la comisura de los labios antes incluso de llegar hasta donde nosotros estábamos y tendiendo las manos dijo vamos.
Y fuímos. Las esposas no fueron necesarias. Uno no puede esposar a un ángel. Pareció guiarnos por todo el camino hasta el palacio presidencial, dándonos las fuerzas que nos faltaban, diciendo de vez en cuando alguna palabra pequeña, sin importancia, como si el viaje fuera intrascendente, como si nuestra compañía le agradara, como si fuéramos buenos y amables.
Como si ese trayecto tuviera algún retorno posible.