Hace ya tiempo que el maestro Schopenhauer escribió aquello de que: "El hombre puede, acaso, hacer lo que quiere; pero lo que no puede es querer lo que quiere". Hoy recordé esas sabias palabras. El diario El País ha publicado un artículo en primera plana donde habla de cómo la NASA se propone construir un proyecto ¡en el 2069! capaz de llegar al sistema planetario más cercano viajando al 10% de la velocidad de la luz en un viaje de 100 años ida y 100 años vuelta.
Evidentemente se trata de puro marketing por parte de la agencia espacial americana en su afán de seguir devorando fondos públicos, pero es curioso cómo el mundo se ha hecho eco de esta magufada de manual. La fecha propuesta (2069) es ridículamente larga (habrá que ver donde anda la NASA por esos tiempos), y además el proyecto apela a tecnologías que sencillamente no existen (aunque eso sí, ellos prevén alegremente que en ese momento sí lo estará). Hablan en concreto de una sonda compuesta de una poderosa inteligencia artificial capaz de sortear todo tipo de obstáculos aparecidos y de una especie de "impresora 3D" capaz de reparar lo que sea que se estropee en ese largo viaje. Sobran las palabras ante este tono especulativo (casi Hollywoodense) con el que hablan desde esta agencia espacial que en otro tiempo fue bastante seria. En realidad he visto películas de ciencia ficción más realistas que esta propuesta.
De todas formas es evidente que esa supuesta sonda, de llegar, no portará personas dentro. Se trataría de un viaje interestelar compuesto de una sofisticada sonda "vacía" de contenido biológico, y "llena" de contenido sintético artificial. El cerebro de este aparato no sería orgánico, sino un instrumento inteligente basado posiblemente en el silicio: un poderoso computador corriendo algoritmos de machine learning, vaya.
De hecho, si esta descarada propaganda sirve para algo más que para recaudar dinero público es para poner de evidencia que el hombre NO pisará, como ya he explicado en diferentes entradas de este mismo blog -aquí y aquí-, nada que no sea la Tierra y su satélite la Luna. Porque además es muy poco probable que lleguemos siquiera a Marte, por no hablar ya de otros planetas o satélites del sistema solar. Y por supuesto, si algún día algo sale de nuestro planeta capaz de cruzar los billones de kilómetros que nos separan de la estrella más cercana, parece que ya va poco a poco quedando claro a nivel público que no incluirá nada biológico a bordo.
Máquinas superinteligentes con capacidades auto-regenerativas es la apuesta actual de la NASA; y aunque esta deriva en sí parece ser la acertada (una vez descartada la opción orgánica) todavía creo que se peca de optimismo en cuanto a fechas. Un pecado de marketing por supuesto, ya que no es humanamente defendible (económicamente, me refiero) que se diga que la sonda tardará 4.000 años en lograr su objetivo (que es lo que la tecnología actual realmente permite). Así pues se inventan aquello de que en el 2069 seguro que ya será factible una tecnología capaz de mover una sonda de gran tonelaje a velocidades cercanas al 10% la de la luz. ¡Ridículo! No se tiene hoy por hoy ni la más remota idea -ni la más remota pista- de cómo lograr semejante hito tecnológico. La teoría de la relatividad parece de hecho impedir a priori mucho avance en este sentido por lo que finalmente nos tendremos que contentar (con suerte) en mandar esas sondas inteligentes autónomas pero en un viaje milenario cuya finalización no sabremos tan siquiera si alguna persona llegará a presenciar en vida.
¿Por qué queremos ir al espacio?
Pero de todo eso ya he hablado en otras ocasiones. Hoy me gustaría comentar sobre ese vehemente impulso que nos mueve en la dirección espacial. ¿Por qué queremos con tanto ahínco colonizar el espacio?
Esta pregunta parece baladí pero no lo es. Además es una pregunta extensible al resto de nuestros actos y deseos cotidianos. Yo, por ejemplo; tengo dos hijas. Y las amo con locura. Las quiero y las protejo con una fuerza e interés que no puedo ni expresar en palabras. Sus penas las sufro con más intensidad que las mías propias, y por ellas sería capaz de cualquier cosa (literalmente). Pero, ¿por qué siento esto que siento? Esta pregunta tiene respuesta en diversos niveles de abstracción (campos científicos). Desde la neurología nos hablarán de redes neuronales y conglomerados de neurotransmisores y hormonas (con especial importancia en este caso del sistema neuroendocrino). Desde la psicología evolucionista nos dirán que la causa última es evolutiva: nuestra conducta viene descrita por la historia evolutiva que ha dado y conformado ese cerebro del que nos hablan los neurólogos. Desde la biología nos comentarán que la evolución es un proceso autónomo natural por el que aquellas estructuras mejor adaptadas permanecen mientras que las demás desaparecen. Los genetistas nos explicarán que la evolución basa su proceso en moléculas de ADN, los químicos nos contarán el modo en que estas moléculas se constituyen y comportan, y finalmente los físicos nos ayudarán a entender al nivel más básico la mecánica atómica subyacente en la formación y dinámica de esas moléculas.
Recorriendo el nivel explicativo ahora de abajo a arriba vemos que yo amo con locura a mis hijas porque la termodinámica y la mecánica de partículas favorecieron la formación y perpetuación (dadas las condiciones adecuadas como las acontecidas aquí en la Tierra hace 4.000 millones de años) de largas estructuras moleculares de ARN (y ADN), las cuales son químicamente muy estables y poseen unas extraordinarias capacidades para transmitir información mediante una casi perfecta duplicación (o copia) de sus bases. Ese potencial o diferencial de información auto-contenida con el tiempo favoreció el surgimiento de una lucha por el ser entre estructuras en una carrera espontánea natural en pos de acaparar la máxima energía y recursos disponibles. Más pronto que tarde esas estructuras comenzaron a presentar habilidades fisiológicas que las ayudaban a "quitar" de en medio a la competencia y la "guerra" natural llegó a un nuevo nivel organizativo. Estas estructuras cada vez eran más y más complejas, y la simbiosis y la cooperación comenzaron a formar "alianzas" de estructuras hasta que los seres unicelulares primero y los multicelulares luego llegaron a aparecer.
Desde este momento, la ya más familiar selección natural Darwiniana se encargaría de moldear plantas y animales durante millones de años hasta que, finalmente; hace aproximadamente 200.000 años nuestro descendiente más directo abrió los ojos. Este Homo Sapiens ya sentía por sus hijos lo mismo que siento yo, y nuestras capacidades intelectuales eran casi idénticas (por ponerlo claro, un forense tendría complicado distinguir durante una autopsia un cerebro contemporáneo de uno de esa época). Por lo tanto podemos ver que yo amo a mis hijas NO porque yo quiera amarlas, sino porque tengo que amarlas. El amor que yo siento no es una elección ni una opción, sino un mandamiento que llevo inscrito en mi estructura cerebral. Yo no puedo no amarlas, y tampoco puedo dejar de sufrir por sus desdichas (ni siquiera puedo querer no querer, valga el juego de palabras). Schopenhauer no se equivocaba al trazar nuestros límites cognitivos.
Por lo tanto el amor, el deseo, la frustración, la repulsa, la atracción, el odio y cualquier otro concepto psicológico imaginable vienen embebidos en nuestro cerebro evolutivo. Yo amo porque debo amar, y deseo lo que debo desear; del mismo modo en que en general quiero lo que debo querer. Pero, ¿por qué debo entonces amar? Al nivel explicativo más básico y objetivo (el físico), mi obligado amor tiene raíces en el modo en que la dinámica del mundo funciona al nivel de partículas. Una dinámica que se une al hecho de la expansión del cosmos para dar lugar al acto termodinámico que mueve y dicta luego a nivel macroscópico cómo debe todo proceder y evolucionar.
En este sentido se puede decir que somos esclavos (o títeres) de los mandamientos termodinámicos. Nuestros sentimientos y nuestras emociones deben girar forzosamente en torno a lo que estas leyes naturales decretan, y cualquier intento de liberación es tan ilusorio como la pretension de construir una máquina de movimiento perpetuo: una ilusoria (e ilusa) idea que podemos crear (y creer) en nuestra mente, pero que luego no es posible llevar nunca a la práctica.
El mundo quiere que ame.
Pero a pesar de que el anterior reduccionismo nos llevó a concluir que TODA nuestra conducta viene determinada, tras miles de millones de años de historia evolutiva, bajo términos termodinámicos; todavía es intrigante el hecho de que esta misma termodinámica tenga ciertas implicaciones humanistas (una vez se examina la reducción en sentido inverso).
Yo amo a mis hijas porque el mundo físico así lo determina de manera natural, pero eso significa al mismo tiempo que el mundo en sí quiere que yo ame a mis hijas. Pero, ¿por qué se ajustaría la realidad física de tal modo que se permita la aparición de cierto tipo de estructuras que "sientan" amor hacia otras? El Universo bien podría haber sido de manera diferente, gobernado por leyes muy diversas: sin embargo todo está constituido para que sea posible que con el tiempo cierto conglomerados de partículas con capacidades intelectuales y sentimientos de "amor" aparezcan. Es algo como poco intrigante.
Y no se trata sólo del conocido principio antrópico, sino que parece que al asunto esconde algo más. El principio antrópico sólo requiere de seres conscientes capaces de preguntarse por la razón de ser de su mundo, pero no dice nada de que tales seres deban poseer sentimientos de amor, deseo, etc. Es posible de hecho imaginar mundos con una física tal que tenga seres inteligentes con subjetividad pero que no tengan ni sientan la necesidad de amar, de odiar, de desear, etc. Sería posible en principio alternar las leyes naturales (al menos idealmente) para que fuese posible el surgimiento de vida consciente sin la necesidad de un proceso evolutivo de lucha previo que condicionara las emociones y los sentimientos de tal consciencia. Por lo tanto nuestro mundo parece estar finamente ajustado para que sus leyes y constantes naturales permitan (e incluso para que favorezcan) la aparición de estructuras como nosotros: seres conscientes rebosantes de sensaciones, emociones y necesidades. Entidades que no puedan dejar de querer lo que quieren y que por el contrario sientan un irrefrenable impulso en obedecer todos esos mandamientos que les son transmitidos desde su mismo nacimiento.
Se me hace muy complicado a estas alturas de mi vida imaginar que nuestro mundo es fruto de la casualidad; que todo es resultado de una enorme lotería de ajustes entre leyes y constantes físicas naturales dentro de un pseudo-infinito multiverso de posibilidades. Cierto que un multiverso es capaz de explicar (sin requerir casualidad ni intención) cierta cantidad de todos los finos ajustes que observamos en la física moderna, pero yo creo que no es capaz de explicar el más importante: ¿por qué la vida consciente que se pregunte por la casualidad del ajuste de su mundo (principio antrópico) tiene necesariamente (como ocurre aquí y en cualquier planeta donde se repita el "milagro" de la subjetividad) que estar completamente sesgada psicológicamente por un proceso evolutivo previo tan concreto como el nuestro? ¿Es acaso la termodinámica (y la evolución cósmica que luego conlleva) una condición necesaria para la aparición de estructuras conscientes? Y si no es el caso y el multiverso está lleno de una infinidad de seres conscientes no "sesgados" por una historia evolutiva térmica, ¿por qué estamos nosotros en este mundo tan concreto, extraño y tendencioso en lugar de vivir en uno de esos otros Universos más "normales"?
Nos encontramos por tanto de nuevo (a pesar del multiverso) ante la disyuntiva entre intención (o necesidad) y casualidad. Todo pudo ser en principio de manera muy distinta, pero sin embargo todo es del modo adecuado para que usted y yo estemos aquí conviviendo en este instante. Y para que no podamos tampoco dejar de amar, odiar y luchar. Se podría decir que es el propio mundo en sí el que no quiere que dejemos de actuar de este modo. Es más, se podría incluso decir que en realidad todos nosotros somos partes indiferenciables dentro del mundo, y que es el mundo como un todo el que realmente quiere y desea sentir lo que nosotros sentimos (desde nuestra relativa e ilusoria subjetividad). La equivalencia sería la de nuestro cuerpo compuesto por trillones de células. Estas células tienen su lucha particular localizada en su ambiente circundante, pero es luego el cuerpo como un todo el que realmente experimenta por ejemplo el amor. En este sentido todas mis células aman junto a mí, y yo amo gracias a ellas.
La metafísica.
Los físicos de profesión odian la metafísica, e incluso algunos filósofos ya la repudian avergonzados. No debería ser así. El campo físico es muy limitado (basta seguir un curso de cosmología para darse uno cuenta de toda esta limitación y de la especulación disfrazada que se mete además de manera zorrona). En realidad la cosmología es la sub-disciplina de la física que mejor demuestra nuestra limitación presente y futura de conocimiento. Es la física que demuestra que hay evidencias empíricas que son literalmente por principio imposibles de estudiar y observar. Marca, en pocas palabras, la delimitación a priori de todo el potencial disponible en nuestro saber y conocer. Nos dice claramente: ¡hasta aquí vamos a poder leer ahora y siempre! No habrá más que rascar.
Pero donde acaba la física empieza la metafísica. Y puesto que es lo único que nos queda, habrá que hacer uso de dicha disciplina, aunque en el peor caso sólo sea un acto irrefutable casi poético. Una neurona tampoco sabe dadas sus limitaciones que forma parte de un todo intencionado y necesario, y sin embargo sabemos que es así.
Muchos filósofos del siglo XIX, un privilegiado momento pre-positivista donde a las personas de genio todavía se las financiaba para que divagaran sobre estos temas; sacaron conclusiones que venían a lidiar con ese reduccionismo que la física ya no podía continuar. Sus cosmovisiones anudaban en esa línea de ignorancia que la cosmología traza y continuaban la historia con interesantes propuestas realmente dignas de estudio.
Y es que, descartada la casualidad y la probabilidad, queda tan sólo la intención. No puedo más que recomendar a quien no lo haya hecho aún el estudio en este sentido de dos de las metafísicas más prodigiosas (en mi humilde opinión) que se han dado hasta la fecha: "El mundo como voluntad y representación" de Arthur Schopenhauer, y la "Filosofía de la redención" de su discípulo Philipp Mainländer.
Entonces, ¿por qué queremos ir al espacio?
Queremos colonizar el espacio del mismo modo en que colonizamos cada trozo de la Tierra. Es un impulso natural que llevamos grabado y cuyo origen se remonta al propio germen de la vida hace 4000 millones de años. Queremos emigrar y conquistar el espacio porque es lo que el mundo quiere que deseemos. Lo mismo que consumimos toda la energía que cae en nuestras manos a ritmo acelerado y que nos duplicamos y procreamos como siempre hemos hecho. No podemos determinar lo que queremos, sino simplemente obedecer estas necesidades.
Y ciertamente no podemos evitar el impulso de someter para acaparar recursos. E incluso cuando sea patente que no podremos nosotros personalmente (dadas nuestras limitaciones biológicas) continuar con esta senda consumista por entre el resto de planetas; todavía construiremos naves y sistemas inteligentes autosostenidos no orgánicos (como ha propuesto la NASA) para que sirvan como nuestros emisarios y continúen hasta el final lo que nosotros empezamos.
Esos sistemas inteligentes sabrán tan poco como nosotros sobre la causa última por la que tienen que obedecer los dictados termodinámicos, pero no cabe duda de que su existencia y supervivencia estarán circunscritas (como lo está la nuestra), a que su eficiencia para devorar energía se mantenga siempre en su mayor rendimiento posible.
El mundo quiere que amemos para que continuemos destruyendo con nuestro ser y persistir los potenciales energéticos disponibles, y del mismo modo nos empuja a que nos desperdiguemos por el resto del cosmos continuando esta misma tarea de aniquilación térmica. Y si el mundo quiere que sus partes constituyentes hagan algo tan determinado, es porque probablemente necesite que ese algo sea realizado: posiblemente la realidad requiere por algún motivo que la energía que contiene se degrade tan pronto como sea posible. Mainländer propuso en este sentido una explicación muy humanizada, aunque es posible imaginar otras alternativas menos antropocéntricas (en esta entrada, por ejemplo tienes una alternativa que yo mismo he imaginado en este sentido). Eso es lo curioso del asunto, que cada cual puede inventar y terminar la historia natural a su manera...y nadie podrá nunca reprobar formalmente ninguna de tales ideas ;). Así pues amigo, ¡sueña!