Las colas de la ilusión

Era la cola más grande que he visto jamás. En sus márgenes se mezclaban la inmundicia de días y días de espera con los cuerpos de aquellos que no pudieron resistir.

Muchos de ellos parecían llevar días muertos y los cuervos y las palomas les picaban los ojos ante la pasividad de todos los que formaban esa marea de gente que se perdía en el horizonte.

Tan grande era aquel gentío y tan lento avanzaba, que desde hacía semanas, centenares de oportunistas hacían su agosto vendiendo de todo: bebidas, periódicos, abrigos...

Uno de ellos se acercó a nosotros y nos ofreció un viejo machete. Le dijimos que no. Comenzamos a asustarnos cuando vimos a otro venderle una ballesta a un hombre con su hijo en brazos. No entendíamos nada.

Podíamos ver la desesperación en los ojos de la gente. Miradas que transmitían días, semanas, siglos de espera. Nos llamó la atención el caso de una familia de Huelva que no tenía ni idea de qué iba aquello. “¿Por qué esperan ustedes?”, preguntaron. Al entender el motivo, se sumaron a la cola.

Ningún ser humano podía evitarlo. Sabíamos, o eso nos habían contado, que pocos de esos curiosos lograban llegar al final. Nosotros, en cambio, teníamos claro de qué iba aquello y lo único que necesitábamos saber es quién era el último.

-¿Están ustedes seguros?”-nos preguntó con suspicacia una mujer mayor que estaba en la fila, diez metros más adelante, mirándonos de arriba a abajo mientras pedíamos la vez -Esto no es para todo el mundo.

Le dijimos que sí, que habíamos hecho muchísimos kilómetros para estar aquí y conseguir lo mismo que todos deseaban. Ella sonrió, maliciosa y señaló el cuerpo de un anciano en descomposición que yacía boca abajo a escasos metros de donde estábamos.

-Eso mismo dijo él y ahora mírenlo. Venía de Cáceres…

-Qué horror-dijo mi mujer, al borde del llanto-¿Estaba solo?

-Es…bueno, era mi marido-respondió la mujer con la mirada perdida.

-¿Llevan ustedes armas de algún tipo? -interrumpió un chaval de la cola que nos miraba curioso.

-¿Armas? ¿Para qué?

-Ahora no las van a necesitar, pero conforme avance la cola…¿creen que llegarán al final defendiéndose con las manos?

-¿Defendernos de qué?

-Les deseo suerte, la van a necesitar…

Nos asustó aquella críptica respuesta, pero estábamos decididos a llegar hasta el final. Las horas pasaban y una multitud crecía a nuestras espaldas. La impaciencia latía en el ambiente haciéndolo cada vez más irrespirable.

Llegó la primera noche y con ella el frío. Mi mujer y yo nos turnamos para dormir. Uno se echaba sobre un abrigo que compramos en el Primark y el otro se quedaba de pie, vigilando que nadie se colase, armado con un cenicero que eligió mi mujer para mi suegro en una tienda de souvenirs del centro.

Al amanecer, una guerrilla de viaje con el IMSERSO se acercó, amenazante, hacia nosotros, armada con bates y piedras. Todos conocíamos la agresividad de esos viejos en verano para coger los mejores sitios en la playa. Pasamos mucho miedo.

Fue una locura: la mujer mayor que había perdido a su marido sacó una AK47 de su gabardina y comenzó a disparar contra aquellos miserables. Varios de ellos sacaron también fusiles y pistolas y descargaron contra la multitud.

Contaban con una ventaja: ellos podían esconderse detrás de coches y contenedores, pero nosotros no podíamos bajo ningún concepto abandonar la cola, por lo que nuestra posición era indefendible. Vimos caer a la familia de Huelva al completo, acribillada a balazos. Al padre le atravesaron la tráquea con la pata de un andador geriátrico. 

Venían a ver el musical de Nacho Cano y acabaron muertos. "Qué ramera es la Diosa Fortuna", pensé.

Afortunadamente, los de la cola éramos muy superiores en número y aunque algunos de los atacantes del IMSERSO consiguieron colarse, la mayoría murieron en el asalto. Estas escaramuzas se repitieron de forma continua y casi a diario. Mi esposa murió al quinto día, cuando una charcutera jubilada de Elche le rajó la carótida con una aguja de tejer.

Tomé dos decisiones, la primera, seguir adelante porque ella lo habría querido así y la segunda, no abandonar el cadáver y darle sepultura al final de esta espantosa aventura.

Pasaban los días y la cola seguía avanzando tímidamente, pero el hambre comenzaba a hacer mella en nosotros. La gente de la cola me preguntaba que por qué no cocinábamos un brazo o una pierna de mi mujer, que yo podría enterrar el resto del cadáver al llegar al final o que ellos lo harían por mi si no conseguía sobrevivir.

Me negué en redondo, pero seguían pasando los días y las amenazas y la tensión se hacían insostenibles y el hambre comenzaba a ganar a mis ganas de llegar hasta el final de la cola, así que decidí ceder.

Cortamos un brazo y lo cocinamos. Luego una pierna. Luego el resto de las extremidades y finalmente el torso. A la semana ya solo me quedaba su cabeza. Me negué rotundamente a cocinarla porque necesitaba “algo” que enterrar. Lo respetaron.

Comerme a mi mujer fue traumático, aunque probé cosas peores en algunos sitios del centro en aquella ciudad antes de iniciar aquella cola. Además, peor habría sido rendirme a las puertas del final de aquel horror. Ella no me lo habría perdonado.

Después de tanta violencia y muerte, podíamos atisbar el fin de aquella cola. La mañana del vigesimosexto día, el paraíso prometido se me mostró, tal y como me lo imaginaba, con todas sus luces y su esplendor. Tenerlo tan cerca fue casi peor: la gente se agitaba, gritaba y lloraba, haciendo más tensa la espera.

Me quedaba solo una noche más para alcanzar la gloria y esa fue, tal vez, la peor de todas las pruebas porque terribles pesadillas me asaltaron, llevándome casi a la locura. En ellas, se agotaba aquello por lo que llevábamos tanto esperando. Nadar para morir en la orilla.

Por fin llegó aquella última mañana y, como todos, desperté agitado. Nos abrazamos, nos besamos, aquello era una bacanal catártica de sudor y lágrimas…¡lo habíamos conseguido!

Todo parecía un sueño, incluso después de aquella espantosa pesadilla. 

Finalmente, entré a aquella habitación.

-Buenos días, póngame unos patitos y si no le quedan pues me pone las cerezas -dije, con el corazón desbocado.

-Solo nos queda esto-respondió un vendedor con voz metalica.

Miré horrorizado: el 55413. ¡Acababa en 13, joder! Caí de rodillas. Las lágrimas perlaron mis ojos.

-¿Lo quiere o no lo?

Ya en el autobús de regreso a Murcia, comencé a reponerme del shock de volver a casa sin lotería. Entonces caí en la cuenta de que me había dejado la cabeza de mi mujer en la ventanilla de Doña Manolita.