La imagen es dantesca: la cubierta arde por los cuatro costados y la aguja, envuelta en llamas, se desploma entre los gritos de consternación de la gente que observa la escena. "Parece el fin del mundo", tuitea un periodista y, la verdad, es que sí: Notre Dame, una de las catedrales más importantes de la historia del arte -y de la literatura, gracias a Victor Hugo-, parece a punto de volatilizarse para siempre.
Y sin embargo no es así. Retrocedamos doscientos treinta años: estamos en 1786 y una tormenta enorme azota París; podríamos hacer una metáfora fácil y afirmar que es un anticipo de la que se va a montar apenas tres años después, jugando con la idea de los aires de revolución que convertirán una de las primeras catedrales góticas en el Templo del Ser Supremo pero todo es mucho más prosaico. El temporal lleva horas barriendo las calles de la ciudad cuando, de pronto, se oye un enorme crujido y ante la mirada consternada de los viandantes y vecinos, la aguja colapsa levantando una nube de polvo. Llevaba en pie desde 1224 y el peso de esos cinco siglos la había combado, zarandeado y movido hasta que no aguantó más y se derrumbó. ¿Perdida para siempre? En absoluto.
Las catedrales (y cualquier edificio hecho con vocación de perdurar) son animales resilientes, capaces de adaptarse y de mutar con el tiempo. No debemos verlas como una fotografía fija, una momia del pasado perfectamente conservada, sino más bien como el corte estratigráfico de la sociedad que la ha creado. Las reintegraciones, ampliaciones, demoliciones, restauraciones, pérdidas y adiciones forman parte de su esencia y Notre Dame sabe de eso un rato. En 1850 un arquitecto de apenas 35 años, llamado Viollet-Le-Duc (el padre de la restauración monumental, del historicismo y de un par de cosas más) recibió el encargo de restaurar el edificio, incluyendo la aguja. Le-Duc acudió a los antiguos grabados de la catedral para diseñar una nueva versión hecha en roble y cubierta de plomo, con estatuas de cobre representando a los Evangelistas a los que colocó mirando hacia la ciudad de Paris. Uno de ellos, Santo Tomás patrón de los arquitectos, sin embargo miraba hacia la aguja: tenía el rostro del propio Le-Duc, que se hizo un autohomenaje pensando, tal vez, que duraría otros quinientos años. No ha sido así y ahora aguja y estatuas son un recuerdo. Pero Notre Dame será restaurada; se levantará otra aguja central y se añadirá así una capa más en la historia del edificio, que es la de París y la de la humanidad porque, al final, el arte es algo vivo que evoluciona con los acontecimientos y con nosotros: tenemos Notre Dame para rato.