¿Por qué no puedo drogarme en paz?

Vestido blanco, siempre blanco, siempre manchado de café, blanco manchado de tierra, rojo cereza, reflejo del Volga, vainilla en verano, al compás de la brisa de junio. Tendida sobre la mesa de cristal, aquella hermética Ariel me miraba impasible y yo, con la ceremonia de un fumador de pipa, le dí un beso. Cocaína.

La ventana de metro y medio, abierta de par en par, dejaba entrar el preludio de un vendaval de verano. Unas señoras hablaban de no sé qué sobre no sé quién y una radio en algún punto del patio interior mencionaba algo sobre una recuperación de la pandemia.

Me tumbé en aquel colchón de muelle ensacado y, rodeado de modernismo catalán, me creí aristócrata.

"Tenemos veinte minutos para resolver los problemas del mundo", le dije al amigo que por un segundo había olvidado.

Veinte minutos era lo que duraba aproximadamente el efecto. Una puerta que daba paso a un estado mental que me permitía hacer grandes cálculos aproximados sobre temas aproximados. Era yo consumidor técnico, diplomado en la escuela de Grandes Fortunas y especializado en la farmacología de las simpaticomiméticas.

Sin embargo, con el tiempo, un personaje empezaba a aparecerse en esa puerta; un personaje que me decía "Yo esto no lo veo bien. No es productivo.". Cuando no me ganaba en rendimiento, me lanzaba una finta "¿Qué pensará tu padre? ¿Qué pensará tu esposa?"

Esto no pasaba cuando bebía. Era uno de esos matrimonios concertados que todos celebraban. Pero sin amor no hay futuro, y me divorcié. Pero, ¿Ariel? Ariel es para siempre. Pero que nadie lo sepa. Será un amor entre secretos, y cada tarde nos veremos, al bajar el sol, para besarnos una vez más.