Hace un par de semanas que tuve el placer de acudir como invitado a la fiesta de cumpleaños de un amigo. Francisco (nombre ficticio) es un buen hombre; agradable, serio, trabajador y educado. Le gustan las monterías, el golf, la música clásica y el baile. Siempre que puede gusta de exhibir su habilidad con el tango y el vals, y desde la simpatía y naturalidad, habla de los múltiples trofeos de caza que cuelga en su casa. Tiene una casa de campo en la que disfruta mimando a sus caballos y pasando el tiempo con su numerosa familia.
Como este último aniversario llegó a lo que se suele llamar una cifra redonda, decidió celebrarlo con una fiesta por todo lo alto a la que fueron invitados su familia y sus amigos más próximos. Como hombre religioso que es, y puesto que la fiesta se celebró en domingo, una de las partes de la celebración consistió en una misa organizada en la capilla que conserva en su finca, oficiada por uno de los párrocos de la ciudad.
La misa fue breve, pero completa. El señor cura destacó en un par de ocasiones la asistencia al evento que, según él, era mayor que la congregación de fieles en el oficio que había celebrado unas horas antes en la moderna y espaciosa parroquia de su barrio. Además, se le veía agradecido de que todos los asistentes respondieran a la llamada de los textos y a la etiqueta propia del evento religioso.
Dando paso a las lecturas, uno de los familiares de Francisco leyó un fragmento de Corintios en los que se avisaba de los peligros del placer carnal (1 Corintios, 6), y otro de los más jóvenes pronunció un sentido texto pidiendo a Dios por el bienestar de su pariente y por la unidad de España. La Consagración (para el que no sea religioso, es el momento en el que el cura pronuncia las mismas palabras que Jesucristo dijo a los doce apóstoles en la Última Cena) estuvo acompañada por los acordes del himno nacional, a cargo de un grupo de músicos invitados al evento. La Comunión se alargó más de lo común, puesto que la inmensa mayoría de asistentes (unos cien, a ojo) participaron en el recibimiento de la hostia bendita.
Tengo que decir que todo esto me sorprendió, puesto que, al no ser yo una persona religiosa y moverme por otros, digamos, "ambientes", y a pesar de oir continuamente referencias a la existencia de este tipo de personas, con sentimientos patrióticos fuertemente arraigados en la fe cristiana, nunca había tenido la oportunidad de ser testigo de uno de sus ritos sociales. Ojo, no me malintepretéis; agradezco enormemente que Francisco me haya permitido formar parte de su gente en un día tan especial para él, bien acompañado con buena música, delicioso jamón, excelente cava (no catalán, dejémoslo como detalle) y un ciervo asado tan jugoso como exquisito. También de conocer a su extensa familia y otros amigos, y disfrutar de conversaciones en torno a la música, el cine, el maltrecho estado del campo y sus poco protegidos bosques, y todo mediante la absoluta ausencia de política. Al fin y al cabo, parecían evidentes las convicciones personales de los allí congregados, y sería redundante e innecesario discernir sobre la situación política actual, así que todo lo que pude oír fueron un par de chistes sarcásticos con intención ridiculizante sobre pertenecer al partido de Pablo Iglesias (Turrión).
¿Y por qué os cuento todo esto? Pues para mostrar, de una manera experiencial, la realidad de una parte social e ideológica de este país. Francisco es ese buen compañero, al que no se le conoce crítica sin mesura, que rara vez hace apología de sus opiniones, y que aparenta estar abierto a todo tipo de ideas. Como si no necesitara justificarse de sus convicciones, o hacer al mundo participes de ellas de forma explícita. Pero ahí están, y no es un caso aislado.
En fin, que le deseo a Francisco muchos años de buena salud, que yo pueda verlos, y que sigamos disfrutando de nuestra amistad. La pregunta que me queda y que me hace sentir incómodo es: ¿sería prudente que yo le invitara a mi fiesta de cumpleaños?