Hace tiempo leí un libro donde se hablaba de la Historia política de España durante la Segunda República, y se destacaban el carácter y las peculiaridades del discurso de una serie de políticos relevantes. Unos eran muy apasionados, otros sabían tocar la fibra sensible del oyente, otros gozaban de una amplísima cultura y aludían constantemente a citas literarias y de pensadores en sus discursos...y todo ello provocaba que la gente acudiese a los mítines con ansia de conocimiento, de sorpresa, de risa, de enardecimiento y de emoción. Querían conocer la realidad del país y, a la vez, disfrutar de la genialidad del orador.
Si comparamos ese escenario con el actual, concluiremos que el discurso político se ha degradado hasta el patetismo. Ves un debate electoral y ya los has visto todos, porque los portavoces de los partidos (sean quienes sean en cada debate concreto) repetirán como robots los mismos mantras, pero además con las mismas palabras. La personalidad del portavoz, su ingenio y su cultura (si es que existen) no tienen cabida en el debate, pues su misión es repetir como un loro lo que le han mandado, y que se plasma en los famosos “argumentarios”.
No sé si lo anterior responde a una decisión consciente de las cúpulas de los partidos, que ordenan taxativamente a los portavoces que digan lo que les manden, y además con el lenguaje que les han impuesto. No sé si responde a la mediocridad de los portavoces, que carecen de la inteligencia y la formación precisas para improvisar algo. No sé si los eligen precisamente por esa mediocridad, para evitar que puedan hacer sombra al líder. Pero el resultado es penoso.
Si lo que se pretende es que la ciudadanía sea partícipe de la política, la esencia de un portavoz se encuentra en su capacidad para transmitir conceptos áridos de un modo atractivo. Recurriendo a anécdotas, chistes, datos históricos, fragmentos de poemas, argumentos innovadores...cualquier cosa que pueda despertar la curiosidad y el deseo de quien le escucha. El portavoz es un individuo que debe transmitir un mensaje, pero no sin renunciar a su personalidad y a la aportación de lo que su mente pueda engendrar para volver el discurso distinto del de los demás portavoces del partido (aunque transmitan el mismo mensaje) y, sobre todo, apetecible.
Nos encontramos en unos tiempos donde la disciplina cuartelera es común en la generalidad de partidos, y los líderes temen que sus segundos puedan ser lo bastante brillantes para hacerles sombra y la mediocridad se extiende. Por eso toman la opción de colocar loros en todas las tertulias televisivas, mítines y debates, con el consiguiente efecto de cansancio en los espectadores, que cambian de canal porque están hartos de escuchar siempre el mismo rollo monótono. El resultado es contribuir a la desafección de muchos que podrían implicarse. Una desafección que, unida al voto masivo y disciplinado de quienes sólo necesitan que les griten "Que es por España, coño!" para ir a votar, traerá unos resultados electorales profundamente desastrosos para el país. Y no digo que la principal causa de este desastre vayan a ser los portavoces-clones, pero sí que son una de ellas y, a la vez, un síntoma de otras muchas.