Este curioso fenómeno no se da sólo en la violencia de género, aunque ahí que es donde más se nota. Se produce a todas horas. El violento, nos guste o no, tiene menos posibilidades de ser denunciado, incluso en la carretera.
A todos nos gustaría que la vida fuese una cosa justa, donde los buenos viven tranquilos y los malos temen por sus maldades, pero la realidad no funciona así y el karma en el que algunos creen es sólo el sustituto naif de la religión.
Si yo llevo caducada la ITV de la furgoneta, es cinco veces más posible que me paren y me multan que si la llevan los gitanos que van a vender sandías al mismo mercado que yo. Y no porque ellos sean violentos por defecto (que no lo son, al menos los que yo conozco), sino porque la Guardia Civil olfatea la posible movida que supondría pararlos a ellos y piensan que hacer la vista gorda les va a propiciar una jornada laboral más tranquila, y que es preferible pararme a mí. Palo al tranquilo e impunidad para el problemático.
Si yo armo bulla a las cuatro de la mañana en la calle con mis amigos, es posible que vengan a llamarme la atención y a meterme un paquete. Si los que arman el jaleo son seis chavales de un grupo juvenil pandillero, entonces la policía municipal estará en otra parte, y no va a acudir hasta que el nivel del problema sea mucho mayor. Palo al tranquilo, e impunidad para los problemáticos.
Y sí, es cierto y no lo podemos negar: en la violencia de género también ocurre. Al que denuncian con mayor frecuencia es al que perdió un día los nervios y soltó una bofetada. Pero si en vez de soltar una bofetada suelta treinta hostias con una correa, y deja bien claro que mañana caerán otras treinta si no te callas, la probabilidad de que lo denuncien es mucho menor. Palo para la violencia ocasional, impunidad para la violencia sistemática.
Y no niego que en los tres ejemplos anteriores el palo esté bien dado: yo tengo que llevar la ITV en regla, no puedo armar bulla con mis amigos a las cuatro de la mañana y no hay justificación para el que se le escapa un día una hostia. Y aún así, parece que la estrategia que se propone es que hay que ser buenísimo o malo de veras, porque el mayor peligro está en el término medio, ese lugar donde la ley te alcanza siempre, porque ni eres inocente ni te temen lo bastante para dejarte en paz.
El miedo existe, y la ley puede hacer poca cosa contra el miedo, salvo aprovecharlo para oprimir un poco más a los que menos asustan. Los que asustan de veras aparcan donde quieren, van sin seguro, no les llama la atención ni dios aunque su perro cague en tu portal, y le dan unas hostias a la parienta o al vecino cuando les viene bien.
Hasta que aparece otro peor que ellos y los pone en su sitio. Porque lo realmente jodido es que la cosa va de eso. No de leyes, ni de alejamiento. La cosa va de quien se atreve a ponerle el cascabel a ese gato.