Soy de Benicarló, un pueblo de Castellón, pero no vengo a hablar como valenciano sino como español; no hay nada más nuestro que lo que hemos visto con la DANA.
España tiene dos grandes problemas que hacen posible que cualquier catástrofe acabe gestionándose como lo haría un estado fallido: la corrupción y el sectarismo.
Decía recientemente Juan Eslava Galán, al presentar su último libro sobre Roma, que esta civilización nos había dejado en herencia cosas maravillosas y terribles. Los españoles somos tan romanos como los italianos o incluso más. Entre la herencia positiva citaba el derecho, la idea de que la ley debe ser una norma escrita que afecta a todos por igual. No implicó automáticamente la existencia de leyes justas y objetivas, pero sí la posibilidad de su existencia, la semilla de lo que hoy llamamos derechos y justicia. En el lado negativo, la corrupción como seña cultural. Somos tan corruptos como siempre fueron los romanos.
La corrupción no es un conjunto de fenómenos aislados, sino un problema estructural nutrido por la tolerancia social. La corrupción clientelar es algo totalmente asumido por el español. Que cualquier cargo público coloque a sus amigos, familiares, socios y compañeros es visto con naturalidad. Que el objetivo de llegar a puestos de responsabilidad sea lucrarse con el mínimo esfuerzo, también. La existencia de unas elites extractivas, que se eligen entre ellas mediante afinidad mutua, es visto con total normalidad. Los escándalos derivados de ese clientelismo no influyen en absoluto en las elecciones porque la norma cultural hace que el ciudadano de a pie piense que, si pudiese, también enchufaría a su familia, a sus amigos, a los compañeros de clase, club o juerga. Fantasea sobre como podría hacer alarde de lo bien que vive y de lo poco que se le exige a cambio. Al fin y al cabo, no estaría tan lejos del patricio romano, del señor feudal, del cacique, del señorito del pueblo, del “político”, termino contemporáneo que asociamos a la misma tradición. Ya sabemos que es lo natural y siempre ha sido así. Es nuestra historia, nuestra tradición, nuestra cultura. Es lo que hay, decimos con un encogimiento de hombros.
Curiosamente, por suerte, la misma corrupción no es aceptable para quienes no somos nadie. En un país corrupto hasta la médula se puede acudir tranquilamente al médico de cabecera, al funcionario o al policía sin temor a que pidan una mordida por sus servicios, como ocurre en tantos otros lugares. Porque la corrupción también es vista como un privilegio, algo a lo que tienen derecho quienes son alguien, no los plebeyos, los braceros, los pecheros, los de abajo; los trabajadores autoexplotados que suspiran por haber nacido con los apellidos o los contactos necesarios para pertenecer a esa otra clase que tiene derecho a la corrupción, a la que se accede por nacimiento, braguetazo o arribismo.
Después, cuando el universo se despereza y hace caer un desastre sobre esos insignificantes humanos o estos, aburridos por la falta de problemas, crean los suyos propios, resulta que no funciona nada y España es víctima de masacres físicas, económicas o morales de forma cíclica. Y nos hacemos los sorprendidos. Resulta que el gestor del desastre, que está en su cargo porque era amigo de aquel, cuñado de aquella, compañero de juergas o de partido desde la infancia, que está en ese cargo sin tener ni pajolera idea de nada y lo mantiene gracias a su ausencia de ética, no sabe qué hacer y se paraliza. Pero viene en su ayuda el otro gran pecado del español, aquel que apuntala el sistema social basado en la corrupción. El sectarismo acude al rescate y los aristócratas de esta sociedad podrida se abrazan a él como un náufrago a un madero. Algunos siempre se salvan del diluvio.
La norma cultural nos dicta que, en caso de desastre, lo primero es buscar un culpable, categoría que se divide en dos conjuntos: los nuestros y los otros. Y nos ponemos manos a la obra, a adaptar la realidad al discurso. Lo que no perdona un español es la traición, pero no de la élite hacia el pueblo, que se da por descontada, sino de un vasallo a su señor. Se ha de defender a los nuestros a toda costa. De alguna forma, los de la otra tribu han de ser los responsables. La inundación de mentiras y demagogia se abre paso a través de las redes, que han sustituido a la plaza del pueblo, al mercado, al mentidero. Como en el caso de la corrupción, se compensa con otro fenómeno, el de la solidaridad.
Tras tener una pequeña trifulca con un compañero de trabajo que difundía el bulo de las presas, lo cual se saldó con que yo soy un borrego incapaz de abrir los ojos, me escribía otro que, al fin y al cabo, había que estar orgulloso del comportamiento de los españoles. Otros, que esto marcaría un antes y un después. Disiento. Podemos ser solidarios y cainitas al mismo tiempo, sin encontrar ninguna contradicción en ello. Siempre hemos seguido el mismo patrón de comportamiento. Nuestra historia está repleta de ejemplos. Si el francés nos invade, nuestras elites nos fallan o directamente nos traicionan. Es entonces cuando aflora la vieja solidaridad española, sea contra un enemigo humano o natural. Regamos generosamente con nuestra sangre los campos de batalla que nuestros amos no han sabido o querido defender. Luchamos casa por casa, palmo a palmo. Nos lanzamos al monte y no contamos las bajas. Somos ejemplares, el asombro del mundo. Pero una vez pasada la crisis, pasamos cuenta entre nosotros, jamás contra nuestros amos. Vivan las caenas. Que vuelva el tirano. Que fusile a sus mejores siervos. Que las aguas vuelvan a su cauce. Y si la tensión social es insoportable, ya pasaremos cuentas entre los de abajo. Siempre podemos masacrarnos entre nosotros, tal vez para cambiar de tirano, pero jamás para montar una guillotina. Es lo que hay, volvemos a decir encogiendo los hombros. La corrupción es el derecho de las elites, el guerracivilismo el de los pobres. Vendetta. ¿Qué hay más mediterráneo?
Y no. No va a cambiar nada. El patrón cultural es demasiado fuerte para eliminarlo con una minucia como esta. Para eso estamos los desposeídos, para palmarla en Annual o en Cavite, para palear chapapote o barro, para perder nuestra casa o nuestra dignidad, para pagar las crisis que otros provocan, para acuchillarnos entre nosotros en las trincheras o en esa guerra civil permanente de baja intensidad que últimamente libramos en el móvil. Es lo que hay. Así somos. Vivan las caenas. La culpa en vuestra, hijosdeputa.