La mala educación II

Hace apenas unas semanas escribía en este pequeño espacio sobre educación. Me gustaría retomar hoy esta cuestión, pues ninguna línea a este aspecto será nunca suficiente. Byung-Chul Han publicó hace dos años un libro titulado La sociedad paliativa. En la primera página de la obra se presenta ya la tesis general de su trabajo que se resume en el siguiente extracto:

 «Hoy impera en todas partes una “algofobia” o fobia al dolor, un miedo generalizado al sufrimiento. También la tolerancia al dolor disminuye rápidamente. La algofobia acarrea una anestesia permanente. Se trata de evitar todo estado doloroso. Entre tanto también las penas de amor resultan sospechosas. La algofobia se extiende al ámbito social. Cada vez se deja menos margen a los conflictos y a las controversias, que podrían provocar dolorosas confrontaciones.»

HAN, Byung-Chul, La sociedad paliativa, Barcelona: editorial Herder, 2021, p. 11.

 

Esta fobia al dolor es el elemento constituyente de la llamada «Sociedad paliativa», una sociedad que ha levantado armas contra todo aquello que despierte sentimientos de incomodidad, malestar, angustia o desasosiego; una sociedad que lucha, a fin de cuentas, contra la vida misma. En el pasado, la relación manifiesta con el dolor, la enfermedad y la muerte tenía lugar en la escena pública, representada por múltiples procedimientos como procesiones, misas etc. El cuerpo fallecido, expresión última de la muerte, era acompañado en vía pública desde el hogar hasta el lugar de enterramiento por una escolta compuesta de familiares, vecinos, sacerdotes, cofradías y otras tantas corporaciones. El dolor y la muerte eran un estadio más que formaba parte del proceso vital de todo hombre, y así entendía y se exteriorizaba.

Prohibir el dolor supone, en última instancia, robar el derecho a sentir del ser humano. Resulta harto costoso definir qué es la felicidad sin usar como unidad de medida el sufrimiento; su ausencia lleva inexorablemente a la banalización de la primera y nos condena, en palabras de Han, a un «confort apático». Y este parecer se extiende también al ámbito educativo. La ley aprobada en diciembre de 2021 actúa como una especie de Constitución de esta “sociedad paliativa”. Leer la LOMLOE provoca una borrachera de positividad escandalosa que sería hasta tierna si no fuera sonrojante; el texto está lleno de palabrería más propia de las tazas de Mr. Wonderful que de un proyecto educativo serio y riguroso. Conceptos como “convivencia”, “empatía”, “cuidados”, “justicia social”, “educación emocional”, “autoestima”, “madurez personal” o “cultura de la paz” se repiten transversal y constantemente con independencia de la etapa educativa, ocupando el lugar de los conocimientos tradicionales. A veces, la situación raya en lo absurdo: en Geografía e Historia de ESO hay un criterio de evaluación llamado «Las emociones y el contexto cultural. La perspectiva histórica del componente emocional». Solo Dios sabe qué demonios es eso.

Entiendo que la juventud reciba una educación que tenga en cuenta sus sensibilidades particulares. Ahora bien, a la escuela se va a aprender, a adquirir destrezas y conocimientos que aporten al alumno unos saberes sólidos, estables y ciertos para su desarrollo futuro. Sin embargo, semeja que esta normativa lo que busca es transformar el paradigma educativo de una escuela de conocimiento a una de emociones —positivas, se entiende—. De este modo, el colegio pasaría a ser algo así como un sanatorio de las emociones heridas y sentimientos incomprendidos. En este nuevo lugar el alumno ya no es tal, deja atrás su viejo rol para pasar a ser un paciente en lista de espera para ser tratado con proyectos, talleres de emotividad y charlas de cuidados.

Que el alumno experimente en sus carnes los vaivenes de la vida no tiene nada de malo. Dentro del proceso educativo, el esfuerzo, las dificultades escolares o la angustia de los exámenes imprevistos ayudan al estudiante a prepararse cara el futuro. Siempre sabe mejor una nota mediocre obtenida con trabajo, que una excelente lograda con amagos; la segunda se siente como una victoria última ya alcanzada, aunque sea impostada, mientras que la primera anuncia un futuro de nuevos éxitos. Los más jóvenes deben aprender que todo tiene un precio y un coste, y la escuela es un buen lugar para empezar.

Es posible que el lector, llegados a este punto, considere que defiendo una escuela de «la letra, con sangre entra». Nada más lejos de la realidad. Sí busco que la educación muestre que ciertas dificultades son necesarias para alcanzar el potencial del estudiante. La patologización de la emoción negativa, el encumbramiento de la subjetividad totalitaria, solo ha llevado a la banalización de la felicidad: si todo es positivo, nada lo es.

La escuela debe dejar de ser una incubadora y empezar a mostrar el mundo real. Para ello, debe comunicar que una relación sana con el malestar y la frustración es posible. El dolor es dañino, pues nadie quiere sufrir, pero todos debemos ser capaces de tolerar su presencia cuando llegue y recordar que este, gracias a Dios, casi siempre es temporal y tan pronto viene como pronto se va. De este modo, crearemos ciudadanos fuertes y formados dispuestos a enfrentarse a los desafíos que, con total seguridad, vendrán en el futuro.