La siguiente es una de las cartas que escribió Franz Kafka a Milena Jesenská, entre ambos se desarrolló una relación epistolar caracterizada por una densa intimidad.
Querida señora Milena:
Sólo unas palabras, seguramente volveré a escribirle mañana, hoy sólo escribo pensando en mí, sólo por hacer algo para mí, sólo para liberarme un poco de la impresión que me ha causado su carta, de lo contrario seguiría agobiándome día y noche. Es usted muy extraña, Milena, vive allá en Viena, tiene que sufrir también lo suyo y entremedias aún le queda tiempo para asombrarse de que otros, yo por ejemplo, no se encuentren demasiado bien y duerman una noche un poco peor que la anterior. Las tres amigas que tengo aquí (tres hermanas, la mayor de cinco años) pensaban a este respecto de manera mucho más sensata; en todo momento, estuviéramos o no a orillas del río, querían echarme al agua y no porque yo les hubiera hecho nada malo, no, en absoluto. Cuando las personas mayores amenazan así a los niños, es, por supuesto, en broma y con cariño, y viene a significar más o menos: ahora vamos a decir, para divertirnos, las cosas más imposibles. Pero los niños son gente seria y no conocen lo imposible; aunque fracasen diez veces en su intento de echarme al agua, no se convencerán por eso de que la vez siguiente tampoco lo conseguirán es más, ni siquiera saben que no lo han conseguido en los diez intentos anteriores. Son inquietantes los niños, si se aplica a sus palabras y a sus intenciones el saber del adulto. Cuando una niñita así de cuatro años, que sólo parece existir para que la besen y la apretujen, pero que al mismo tiempo es fuerte como un roble y un poco gordezuela aún, de la época de la lactancia, se lanza contra uno, y las dos hermanas la ayudan a derecha e izquierda y detrás de uno está ya el parapeto, y el afable padre de las niñas y la madre, guapa, apacible y rolliza (junto al cochecito del cuarto hijo), sonríen desde lejos a lo que está pasando y no quieren ayudar, entonces casi no hay salvación y apenas es posible describir cómo uno, a pesar de todo, pudo ponerse a salvo. Unas niñas cargadas de sensatez o de presentimientos querían arrojarme al agua sin ningún motivo, tal vez porque me consideraban superfluo, y sin embargo ni siquiera conocían las cartas de usted y mis respuestas.
Lo de «con la mejor intención» de mi última carta no debe asustarla. Era un periodo, un periodo que aquí no es esporádico, de insomnio total; yo había escrito esa anécdota, una anécdota que había recordado muchas veces en relación con usted, pero cuando hube terminado, con tanta tensión en la sien derecha y en la izquierda, no podía saber bien por qué la había contado; además estaba también la masa informe de lo que yo había querido decirle allí, en el balcón, tumbado en la hamaca, y por eso no me quedó otro remedio que apelar a ese sentimiento básico; y tampoco ahora puedo hacer algo muy distinto.
Usted tiene todo lo mío que se ha publicado, excepto el último libro, Un médico rural, una colección de breves relatos que le enviará Wolff; en cualquier caso le escribí por eso hace una semana. En prensa no hay nada, y no sé qué podría haber ahora. Todo lo que haga usted con los libros y con las traducciones estará bien, es una pena que no tengan más valor para mí de modo que, cuando los pongo en sus manos, esté expresando realmente la confianza que tengo en usted. En cambio, me alegro de que esas pocas observaciones sobre «El fogonero» que me pide me permitan hacer un pequeño sacrificio; será el anticipo de ese castigo infernal que consiste en tener que examinar una vez más la propia vida con la mirada del conocimiento, y lo peor en ello no es tener que pasar revista a las acciones evidentemente malas sino a las que en su momento uno consideró buenas.
Y a pesar de todo es bueno escribir, estoy más tranquilo que hace dos horas, cuando estaba con su carta ahí fuera, en la hamaca. A un paso de distancia de mí, que seguía allí tumbado, un escarabajo había caído de espaldas y estaba desesperado, no podía enderezarse, me habría gustado ayudarle, tan fácil era; se le podía prestar visible ayuda con un paso y una patadita, pero con la carta de usted me olvidé de él, tampoco podía levantarme, fue una lagartija la que me llamó otra vez la atención sobre la vida que me rodeaba, su camino pasaba por encima del escarabajo, que ya estaba completamente inmóvil; así pues, me dije, no era un accidente sino una agonía, el extraño espectáculo de la muerte natural de un animal; pero la lagartija, al deslizarse sobre él, hizo que se incorporase; eso sí, un ratito siguió inmóvil como un muerto, pero después echó a correr con toda normalidad pared arriba. Probablemente recobré así, en cierto modo, un poco de ánimo, me levanté, bebí leche y me puse a escribirle.
Suyo FranzK